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"Casiano el Romano: Al Obispo Castor..."



"Al Obispo Castor:
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Luego de haber hecho un primer discurso concerniente a la ordenación de los cenobitas, nuevamente nos llenamos de coraje, debido a vuestras oraciones y nos disponemos a escribir a propósito de los ocho pensamientos viciosos, es decir, los pensamientos de gula, fornicación, amor al dinero, ira, tristeza, pereza, vanagloria y soberbia.

La continencia del estómago

Como primera cosa, hablaremos de la continencia del vientre, que se opone a la gula. Diremos pues, cómo hacer los ayunos y cuál deberá ser la calidad y la cantidad de los alimentos. No hablaremos de nosotros mismos, sino que mencionaremos lo que hemos recibido de nuestros santos Padres Ellos no tenían una única regla para el ayuno ni una única manera de comer los alimentos; ni siquiera nos han transmitido la indicación de una medida, ya que no todos tienen la misma fuerza, ya sea por edad, por enfermedad, o por una constitución física particularmente delicada. Hay, sin embargo, un único objetivo: huir de la saciedad y evitar llenar nuestro estómago.

Un cierto ayuno diario ha sido considerado más ventajoso y más adecuado para conducirnos a la pureza, que un ayuno que se arrastra por tres, cuatro días o aun una semana. Se dice que el ayuno que se prolonga sin medida es seguido por un período de exceso en las comidas. De tal modo, es posible que la abstinencia exagerada de alimentos haga que el organismo pierda su vigor, tornándolo perezoso en su servicio espiritual, o que el cuerpo, sintiéndose pesado por el exceso de comida, produzca en el alma pereza y relajamiento.

Los Padres no consideraron apto para todos el ingerir verduras o legumbres, ni que todos pudieran hacer uso, como alimento cotidiano, del pan duro. Se ha visto cómo uno que come dos libras de pan sigue teniendo hambre, mientras que otro, comiendo solamente una, o aun seis onzas, se siente satisfecho. Tal como se ha dicho anteriormente, lo que nos han transmitido como regla para observar la continencia es solamente esto: que no nos dejemos engañar por la saciedad del estómago, ni nos dejemos arrastrar por el placer de la gula. En efecto, no solamente la variada calidad de los alimentos, sino también las distintas cantidades de los mismos, pueden encender en nosotros las flechas inflamadas de la fornicación. Más aún: no es solamente la ebriedad del vino la que embriaga nuestra mente, sino que incluso la saciedad del agua o el exceso de cualquier comida la tornan aturdida y somnolienta. El motivo que produjo la destrucción de los sodomitas, no fue la ebriedad producida por el vino o por los variados alimentos, sino por la saciedad del pan, tal como dice el profeta.

La debilidad del cuerpo no nos impide alcanzar la pureza del corazón, si no ofrecemos a nuestro cuerpo otra cosa que lo que la debilidad nos pide, y no lo que exige el placer. Debemos utilizar alimentos tanto cuanto es necesario para mantenernos con vida, no lo que nos induce a servir a los impulsos de la concupiscencia. Una toma moderada de alimentos, según nuestro razonamiento, contribuye a la salud del cuerpo y no quita nada a la santidad. La regla de continencia y la norma exacta que nos transmitieron los Padres, es la siguiente: el que tome un alimento cualquiera, deberá detenerse cuando aún tiene apetito, sin esperar la saciedad. Cuando el Apóstol nos dice que no debemos preocuparnos de la carne para satisfacer nuestra concupiscencia (Rm 13:14), no trata de prohibirnos lo necesario para mantenernos con vida, sino que intenta prohibir un tratamiento que nos induzca a la voluptuosidad.

Además, para lograr una pureza perfecta del alma, no es suficiente con abstenerse de alimentos, sino que otras virtudes son necesarias. Mucho beneficia a la humildad la obediencia en el trabajo y la fatiga del cuerpo, así como beneficia el mantenerse lejos del amor por el dinero, lo que no significa sólo no tener dinero, sino también evitar desearlo ansiosamente: esto es lo que guía al alma realmente a la pureza. El abstenerse de la cólera, de la tristeza, de la vanagloria, de la soberbia, son todas cosas que producen la pureza global del alma. En cuanto a esa particular pureza del alma, fruto de la templanza, la misma se obtiene con la continencia y con el ayuno. Porque es imposible luchar en nuestra mente con el espíritu de la fornicación, teniendo el estómago lleno. Por lo tanto, nuestra primera lucha será por lograr la continencia del estómago y el doblegamiento de nuestro cuerpo, no solamente mediante nuestro ayuno, sino también velando con la fatiga, la lectura y con el recogimiento de nuestro corazón, temerosos de la gehena y deseosos de acceder al Reino de los Cielos.


    El espíritu de la fornicación

Nuestra segunda lucha es contra el espíritu de la fornicación y de la concupiscencia de la carne, que, desde la más temprana edad del hombre, empiezan a atormentarlo. Ésta es una gran lucha, ardua y doble, porque mientras los otros vicios declaran una guerra al alma, solamente éste se presenta bajo una doble forma que acecha al alma y al cuerpo: por tanto la batalla es doble. El solo ayuno del cuerpo no es suficiente para adquirir la perfecta templanza y la verdadera castidad, si no hay también contrición del corazón, una perseverante oración a Dios, una asidua meditación de las Escrituras, una dura fatiga y trabajo manual: estas cosas tienen el poder de contrarrestar los impulsos inquietos del alma, apartándola de turbias fantasías. Sin embargo, lo que más beneficia es la humildad del alma, sin la cual no se puede salir ni de la fornicación ni de las otras pasiones.

Por lo tanto, es fundamental ser vigilantes y apartar nuestro corazón de los pensamientos sórdidos. Pues es del corazón, según la Palabra del Señor, de donde provienen los malos razonamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, y cosas de la calle. Y el ayuno nos ha sido prescrito, no solamente para tratar duramente al cuerpo, sino para ayudar a la sobriedad del intelecto, para que éste no se oscurezca por el exceso de alimento y no pierda su fuerza en la vigilancia de sus pensamientos. Debemos ser solícitos, pues, no sólo en el ayuno corporal, sino que debemos prestar atención a nuestros pensamientos y ejercer la meditación espiritual: sin todo esto, es imposible llegar a la cima de la verdadera castidad y pureza. Es pues necesario -como dice el Señor - que purifiquemos antes la parte interior del vaso y del plato, para que se torne puro también su exterior (Mt 23:26). Así es como, si nos preocupamos -como dice el Apóstol - por luchar según las reglas para recibir la corona, no presumamos de haber vencido al espíritu impuro de la fornicación con nuestra capacidad y ascesis: la ayuda de Dios nuestro Señor es invalorable. El hombre no cesa de estar en lucha con este espíritu, hasta que no cree en verdad que no es por su prisa ni por su fatiga, sino por la protección y la ayuda de Dios, que nos alejamos de este vicio y accedemos a la cima de la castidad. Se trata, de hecho de una cosa que supera a la naturaleza, y aquel que pisotea los estímulos de la carne y sus voluptuosidades, se sale de alguna manera de su cuerpo.

Por este motivo es imposible que el hombre vuele, por así decirlo, con alas propias hacia ese excelso y celeste premio de santidad, y se torne en imitador de los ángeles, a menos que la gracia de Dios lo eleve de la tierra y del fango. Los hombres, atados a la carne, con ninguna otra virtud imitan mejor a los ángeles, seres espirituales, que con la virtud de la templanza. Se debe a ella que, mientras aún están y viven sobre la Tierra, los hombres tienen su Ciudadanía en los Cielos, como dice el Apóstol.

La demostración de la perfecta posesión de esta virtud ocurre cuando el alma, durante el sueño, no atiende a alguna imagen de turbia fantasía. En efecto, aunque este tipo de actitud no es considerada como pecado, es síntoma de que el alma se encuentra enferma y no se ha alejado de la pasión. Y por esto debemos creer que las turbias fantasías que nos aquejan durante el sueño, denotan el descuido precedente y la enfermedad que está en nosotros; porque la enfermedad escondida en las zonas recónditas de nuestra alma, se torna manifiesta al sobrevenir el flujo durante el relajamiento del sueño. Y así es como el médico de nuestras almas ha colocado el fármaco en las zonas más recónditas de la misma: porque conocía las causas de la dolencia.

Nos dice: El que mira a una mujer para desearla, ya ha cometido con ella adulterio en su corazón (Mt 5:28). Y con esto no está corrigiendo los ojos curiosos y malvados, sino más bien al alma que está adentro y que usa malamente sus ojos, recibidos de Dios para el bien. También por este motivo el sabio proverbio no nos dice que pongamos toda nuestra vigilancia en custodiar nuestros ojos, sino que dice: pon toda tu vigilancia en custodiar tu corazón (Pr 4:23), aplicando a éste el cuidado de la vigilancia, pues es el corazón el que se servirá luego de los ojos para lo que realmente desea.

Custodiaremos, pues, así nuestro corazón, cuando, por ejemplo, se forma en nuestra mente la imagen de una mujer, producida por la astucia diabólica, aunque se trate de nuestra madre, o de una hermana o de cualquier otra mujer pía, ahuyentémosla de nuestro corazón enseguida, para que no suceda que, si nos entretenemos mucho en tal memoria, el Seductor que nos empuja hacia el mal, a partir de estas imágenes, haga a posteriori resbalar y precipitar nuestra mente en pensamientos turbios y perniciosos. El mandamiento mismo que Dios había dado al primer hombre ordenaba cuidarse de la cabeza de la serpiente, es decir, de la primera aparición de los pensamientos peligrosos, mediante los cuales trata de meterse dentro de nuestras almas. Si acogemos su cabeza, es decir, el primer estímulo del pensamiento, terminaremos por aceptar el resto del cuerpo de la serpiente, esto es, daremos nuestro consentimiento al placer. Y después de esto, el llevará nuestra mente a realizar la acción ilícita.

Nos conviene, sin embargo, como está escrito, matar cada mañana todos los pecadores de la tierra (Sal 100:8), es decir, discernir con la luz del conocimiento y destruir los pensamientos pecadores en la tierra de nuestro corazón, como enseña el Señor, y cuando los hijos de Babilonia, es decir, los malos pensamientos, son aún niños, hay que abatirlos y deshacerlos contra la piedra que es Cristo. Porque si, gracias a nuestra indulgencia, se convierten en adultos, no podrán ser vencidos sin grandes gemidos y fatiga.

Y además de lo dicho por las Sagradas Escrituras, es bueno recordar lo dicho por los santos Padres. Nos dice san Basilio, obispo de Cesarea de Capadocia: "Aunque no conozca mujer, no soy virgen. A tal punto sabía que el don de la virginidad no se consigue mediante la simple abstención corporal de la mujer, sino por la santidad y pureza del alma que suele actuar en el temor de Dios. Y los santos Padres dicen también que no podemos adquirir perfectamente la virtud de la castidad, si antes no poseemos en nuestro corazón la verdadera humildad, ni nos hacemos dignos del verdadero conocimiento hasta tanto la pasión de la fornicación no sea arrinconada en un lugar recóndito de nuestra alma.

Para demostrar la obra de la templanza, recordaremos alguna expresión alusiva dicha por el Apóstol, y con esto terminaremos nuestro discurso: Buscad la paz con todo, sin la cual nadie verá al Señor (Hb 12:14). Y es claro que habla de esto cuando agrega: Ningún fornicador o contaminado como Esaú (Hb 12:16), etc. Justamente porque la obra de la santificación es celestial y angélica, combate a los pesados ataques de los adversarios. Y por esto debemos ejercitarnos no solamente en la continencia del cuerpo, sino también en la contrición de nuestro corazón y en continuas postraciones con gemidos: de este modo apagaremos, con el rocío de la presencia del Espíritu Santo, las brasas de nuestra carne, que el rey de Babilonia enciende cada día, excitando nuestra concupiscencia.

Además de todo esto, el arma más poderosa que nos ha sido dada para la batalla es la vigilia según Dios. Así como la custodia durante el día prepara la santidad de la noche. así la vigilia nocturna según Dios, predispone el alma a la pureza durante el día.


El amor por el dinero

La tercera batalla es contra el espíritu del amor por el dinero, espíritu que es extraño a la naturaleza, y que en el monje tiene su origen en la falta de fe. Es así como los impulsos de las otras pasiones, es decir, de la ira y de la concupiscencia, parecen partir del cuerpo mismo, y de alguna manera, su principio está en la naturaleza misma: por este motivo son vencidos después de mucho tiempo. Sin embargo, el mal del amor por el dinero viene desde lo externo, y puede ser eliminado fácilmente si estamos atentos y solícitos. Pero si se lo descuida, se convierte en una pasión más letal que las otras, y difícil de sacar. Es, como dice el Apóstol, la raíz de todos los males.

Observemos cómo las actitudes naturales del cuerpo se pueden notar no solamente en los niños que aún no tienen conocimiento del bien y del mal, sino también en los niños más pequeños, aun lactantes, en los cuales no hay trazas de voluptuosidad y que, sin embargo, muestran en su carne, sus actitudes naturales. Del mismo modo, podemos ver en los niños la reacción de la ira, cuando los vemos excitados contra el que los ha entristecido. Y todo esto no lo digo por acusar a la naturaleza de ser causa de pecado -nunca se sabe - sino que lo digo para demostrar cómo la ira y la concupiscencia, que el Creador había unido al hombre para bien, parecen de alguna manera -a causa de la negligencia - ir contra la naturaleza, a partir de lo que es simplemente parte de la naturaleza del cuerpo. El movimiento del cuerpo fue dado por el Creador al hombre no para la fornicación, sino para la generación de sus hijos y la supervivencia de la especie. Y la reacción de la ira fue sembrada en nosotros para nuestra salvación, para que la accionáramos contra el mal, no para convertirnos en simples bestias contra el que pertenece a nuestra misma estirpe.

No es la naturaleza la pecadora, aunque hagamos un mal uso de nuestras potencias; tampoco deberemos acusar a quien nos ha plasmado; como tampoco al que nos ha dado el hierro para sus usos necesarios y ventajosos, si el que luego lo toma se sirve de él para matar. Hemos dicho todo esto para demostrar cómo el origen de la pasión por el amor al dinero no deriva de un movimiento natural, sino de una voluntad pésima y corrupta.

Este mal, cuando encuentra el alma tibia e incrédula, encontrándose ésta al principio de su alejamiento del mundo, le sugiere pretextos aparentemente razonables para retener alguna cosa más de lo que posee. Le hace imaginar al monje una larga vejez y enfermedades físicas, haciéndole calcular que lo que el convento podrá ofrecerle no será suficiente como para proporcionarle algún consuelo, no solamente a quien esté enfermo, sino a quien esté sano, e incluso que no le será posible obtener ninguno de esos cuidados que es justo administrar a los enfermos, sino que resultará en un abandono total, por lo que si no se ha puesto de lado algún dinerillo, allí se morirá como un miserable.

Finalmente, sugiere que ni siquiera es posible permanecer por largo tiempo en el monasterio, debido a la pesadez de los trabajos y a la severidad del superior. Cuando el mal haya seducido con estos pensamientos la mente, para hacerle retener por lo menos un dinerillo, convencerá al monje de la necesidad de aprender, a escondidas del abad, un trabajo manual con el cual aumentar el dinero por el que se preocupa. Y finalmente, con oscuras esperanzas, desvía al desventurado, haciéndolo pensar en una ganancia proveniente de su trabajo, y en el alivio y en la seguridad que de ello se desprende. Y así, luego de haberse entregado por entero al pensamiento de la ganancia, no medita en nada de lo equivocado: ni en la locura de la ira, cuando sufre por algún perjuicio, ni en la tiniebla de la tristeza en la que cae si pierde la posibilidad de obtener alguna ganancia. Así como para otros el estómago es dios, así el oro es el dios para éste. Por tanto, el bienaventurado Apóstol, conociendo todo esto, ha denominado a esta pasión no solamente la raíz de todos los males, sino también "idolatría." Consideremos pues a cuánta malicia este mal induce al hombre, que logra arrastrarlo incluso hasta la idolatría. De hecho, el que ama el dinero, ha apartado su intelecto del amor a Dios, y lo deposita en los ídolos del hombre esculpidos en oro.

Ante todos estos pensamientos, el cristiano se halla obnubilado, empeora cada vez más, y se aparta de la obediencia: además se irrita, se indigna contra todo aquello que cree no merecer, murmura por el trabajo que debe hacer, contradice, y puesto que ya no observa ningún sentido de respeto, se dirige como un caballo salvaje hacia el precipicio. No se conforma siquiera con el alimento cotidiano que recibe; por el contrario, asegura que no puede soportar más. Afirma que Dios no se encuentra solamente allí, que su salvación no está radicada allí, y que si no abandona el monasterio, se pierde. Y así, teniendo como colaborador de estos pensamientos corruptos al dinero que ha apartado, y gracias a éste, sintiéndose liviano como si tuviera alas, empieza a considerar salir del monasterio, para terminar sintiendo soberbia y aspereza hacia todo lo que ha profesado, como un forastero, un extranjero; y si ve en el monasterio algo que necesita ser corregido, lo descuida, lo desprecia, y critica todo lo que se hace. Luego, busca cualquier pretexto para encolerizarse o entristecerse, a fin de no parecer una persona ligera, que se va del monasterio por cualquier motivo. Y si, con insinuaciones y palabras vanas, puede engañar a alguien y hacerlo salir del monasterio, no se detiene ni siquiera frente a esto, pues quiere asociarlo en su caída.

Así, el que ama el dinero, encendido por el fuego de sus propias riquezas, no podrá nunca tener paz en el monasterio, ni vivir aceptando una regla. Y cuando el Demonio, como un lobo, lo secuestra y lo aparta del rebaño, lo deja para que sea devorado. Entonces, lo empuja a hacer en su celda aquellos trabajos que en el convento descuidaba y no hacía en las horas establecidas. Y no le permite observar ni las oraciones habituales, ni la costumbre del ayuno, ni el canon de la vigilia, pues, luego de haberlo unido indisolublemente al amor por el dinero, lo convence para que ponga todo su empeño en el trabajo manual.

Tres son las formas bajo las cuales se presenta esta enfermedad, y todas están igualmente prohibidas por las Sagradas Escrituras y por las doctrinas de los Padres. Una de ellas induce a que estos míseros posean y acumulen lo que ni siquiera tenían cuando vivían en el mundo. La otra hace que aquel que, de una vez por todas, había abandonado las riquezas, se arrepienta, y le sugiere tratar de recuperar lo que había ofrecido a Dios; la tercera, luego ole haber atado al cristiano con la falta de fe y la tibieza, no le permite deshacerse del todo de las cosas del mundo: le insinúa el temor al hambre y la falta de fe en la Providencia, haciéndole transgredir las promesas hechas cuando hubo dejado su vida anterior.

De las tres formas de este mal encontramos ejemplos, como se ha dicho, ya condenados en las Sagradas Escrituras. Guejazí, por ejemplo, queriendo adquirir para sí mismo riquezas que antes no poseía, perdió la gracia profética que el maestro quería dejarle en herencia. Más bien, en lugar de heredar bendiciones, heredo una lepra perpetua, a causa de las maldiciones del profeta.

"..." Ananías y Safira, por haber conservado algo de lo que ya poseían, fueron castigados con la muerte, mediante sentencia apostólica. Y el gran Moisés, el del Deuteronomio, místicamente exhorta a aquellos que prometen dejar el mundo y que, debido al temor infundido por la falta de fe, permanecen apegados a las cosas terrenas: Si alguno se encuentra temeroso y tiene miedo en su corazón, que vuelva a su casa, para que no induzca al temor el corazón de sus hermanos (Dt 20:8).

¿Hay algo más seguro y claro que este testimonio? ¿No aprenderemos, pues, de estas cosas, nosotros que hemos dejado el mundo, renunciando perfectamente a todo y saliendo victoriosos de la batalla, antes que atender a un principio ya blando y débil que termina por apartar a los otros de la perfección evangélica e inducirlos al miedo? Hay algunos que interpretan mal lo que las Escrituras dicen bien: Hay mayor felicidad en dar que en recibir (Hch 20:35), y se esfuerzan por alterar el sentido de lo que se dice, engañándose a sí mismos, y siguiendo su propia pasión por el dinero. Hacen lo mismo con las enseñanzas del Señor: Si quieres ser perfecto, ve y vende lo que posees, dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven y sígueme (Mt 19:21): en realidad, consideran que mejor que ser pobre es disponer de la propia riqueza y acudir a la propia abundancia para dar a los pobres. Deberán éstos saber que no se han apartado aún del mundo ni han entrado en la perfección monástica, mientras se avergüencen de aceptar en nombre de Cristo la pobreza del Apóstol, sirviendo a sí mismos y a los necesitados con el trabajo de sus propias manos, para llevar a cabo con hechos la profesión monástica y ser glorificados con el Apóstol. Luego de haber dispersado su antigua riqueza, que combatan junto con Pablo la buena batalla, en el hambre y en la sed, en el frío y en la desnudez El Apóstol mismo, si hubiera sabido que conservar su antigua riqueza es más necesario para la perfección, no hubiera despreciado su propia dignidad, dado que afirma que, es por nacimiento de distinta condición y de ciudadanía romana. Y aquella gente de Jerusalén, que vendía sus propias casas y sus propios campos y ponía lo recaudado a los pies de los apóstoles, no lo hubiera hecho si considerase que era más feliz al nutrirse con sus propias riquezas antes que con su propia fatiga o con las ofertas de los gentiles. Y el mismo Apóstol nos habla muy claramente a propósito de aquellos cuando, escribiendo a los romanos, dice: Ahora voy a Jerusalén para el servicio de los santos, porque Macedonia y Acaya tuvieron a bien hacer una colecta en favor de los pobres de entre los santos de Jerusalén (Rm 15:25-26).

Y él mismo, tantas veces sometido a cadenas y prisiones, a la molestia de los viajes y por esto impedido, como es obvio, de proveerse con sus propias manos, nos enseña cómo, ante estas necesidades, fue socorrido por los hermanos venidos desde Macedonia, y nos dice: Y de hecho los hermanos provenientes de Macedonia proveyeron a mis necesidades (2 Co 11:9). Y a los filipenses escribe: Lo sabéis también vosotros, oh filipenses, que... al salir de Macedonia, ninguna iglesia tuvo que ver conmigo en materia de dar y tener, a no ser por vosotros solamente. Porque también en Tesalónica y una o dos veces más, me habéis mandado de lo que tenía necesidad (Flp 4:15 y ss). Por lo tanto, a juicio de quien ama el dinero, ¡aquellos serán más amados por el Apóstol, pues le han provisto en sus necesidades con sus propios haberes! Esperemos que nadie llegue a tal extremo de locura como para osar afirmar esto.

Si queremos, pues, obedecer el mandamiento evangélico y a toda aquella Iglesia que desde el principio ha tenido su fundamento en los Apóstoles, no atendamos a nuestras ideas personales ni entendamos malamente lo que ha sido bien dicho. Más bien rechacemos nuestro sentimiento tibio e incrédulo y recibamos los Evangelios rigurosamente. Porque así podremos seguir los pasos de los santos Padres y no faltar a la disciplina del convento. Sólo así podremos renunciar verdaderamente a este mundo. Es bueno llegados a este punto, recordar las palabras de un santo. Se trata de lo que san Basilio, obispo de Cesarea de Capadocia, dijo a un senador que había renunciado al mundo, pero con tibieza, y que retenía aún algo de sus propias riquezas. "Has destruido al senador y no has sido el cristiano."

Es necesario que pongamos todo nuestro celo en eliminar de nuestra alma la raíz de todos los males que es el amor por el dinero, porque sabemos con toda certeza que, si permanece la raíz, las ramas brotarán sin dificultad.

No es fácil practicar esta virtud si no permanecemos en el convento; efectivamente, allí nada nos preocupa con relación a las exigencias más absolutas. Si tenemos bien presente las condenas de Ananías y de Safira, temblaremos al pensar que retendremos algo de lo que un tiempo poseíamos. Del mismo modo, temerosos frente al ejemplo de Guejazí, quien contrajo una lepra perpetua por su amor al dinero, guardémonos de acumular riquezas que ni siquiera en el mundo poseíamos. Y si pensamos en Judas, quien termina ahorcado, temblemos ante la idea de retomar lo que con nuestra renuncia habíamos despreciado.

Y continuamente deberemos tener ante nuestros ojos el incierto momento de la muerte, para que el Señor nuestro no se nos acerque cuando no lo esperamos y encuentre nuestra conciencia manchada por el amor al dinero. Él nos dirá, entonces, lo que en el Evangelio dijo al rico: ¡Necio!, esta noche misma te será pedida tu alma; lo que has preparado, ¿para quién será? (Lc 12:20).


La ira

Nuestra cuarta lucha es contra el espíritu de la ira. Es necesario que, junto con Dios, eliminemos desde lo más profundo de nuestra alma este veneno mortífero. Porque mientras se encuentre instalado en nuestro corazón y enceguezca los ojos de éste con tenebrosas tinieblas, no podremos ni adquirir el discernimiento necesario, ni alcanzar el conocimiento espiritual, ni poseer una buena voluntad total, ni convertirnos en partícipes de la verdadera vida. Y nuestro intelecto no será capaz de recibir la contemplación de la luz divina y veraz. Pues está escrito: Mi ojo fue alterado por el furor (Sal 6:7). Ni tampoco participaremos de la divina sabiduría, aunque todos nos consideren como sumamente sabios por nuestras ideas, pues se ha dicho: El enojo reside en el corazón de los necios (Qo 7:9). Y no podremos siquiera adquirir los saludables consejos del discernimiento, aunque fuésemos considerados por todos personas prudentes, ya que se ha escrito: La ira pierde también a los prudentes (Pr 15:1). Y ni siquiera tendremos la fuerza de prestar atención y tratar de dejarnos gobernar por la justicia con corazón sobrio, pues: La ira del hombre no obra la justicia de Dios (St 1:20). Finalmente, no podremos tener aquel comportamiento y aquel decoro que todos alaban, pues está escrito: El hombre colérico está privado de decoro (Pr 11:25).

El que quiera acceder a la perfección y desee combatir según las reglas en la lucha espiritual, no deberá ceder ante la cólera y el furor. Deberá escuchar lo que le ordena el vaso de elección: Toda acritud, ira, cólera, gritos, maledicencia y cualquier clase de maldad desaparezca de entre vosotros (Ef 4:31). Y si dice "toda," significa que no se nos deja ningún pretexto para enfurecemos, como si hubiera alguna necesidad o razón para hacerlo. El que quiera corregir a algún hermano caído en una trasgresión, o quiera castigarlo, que tenga cuidado respecto a sí mismo, liberándose de toda turbación, para que no suceda que, al querer curar a otro, atraiga sobre sí la enfermedad y recaiga sobre él aquel dicho evangélico que dice: Médico, cúrate a ti in mismo (Lc 4:23). Y también: ¿Por qué miras la paja en el ojo de tu hermano y no observas la viga que se encuentra en tu ojo? (Mt 7:3) Efectivamente, la reacción de la ira, al hervir dentro del alma, enceguece los ojos de la misma, no permitiéndole ver el sol de la justicia. Si nos ponemos sobre los ojos láminas, ya sean de oro o de plomo, éstas impedirán nuestra visión y, por cierto, el valor de las láminas de oro no disminuye nuestra ceguera. Y así es que, si por una causa cualquiera - razonable o irrazonable - la ira se enciende, nuestra visión es oscurecida.

De la ira nos servimos según natura solamente cuando la dirigimos en contra de los pensamientos pasionales y voluptuosos. Así nos enseña el profeta cuando dice: Temblad y no pequéis (Sal 4:4), es decir: Incurrid en la ira contra vuestras pasiones y contra los malos pensamientos, y no pequéis tratando de llevar a cabo lo que éstos os sugieren. Esto está sustentado por lo que se agrega: De lo que acostumbráis decir en vuestros corazones, arrepentíos en vuestros lechos (Sal 4:4). Esto es, cuando acuden a vuestro corazón los malos pensamientos, deberéis echarlos con ira y, luego de haberlo hecho, al encontraros en el lecho donde vuestra alma reposa, arrepentíos para convertiros. Incluso el bienaventurado Pablo habla así, sirviéndose del testimonio del profeta y agrega: No se ponga el sol mientras estéis airados, ni deis ocasión al Diablo (Ef 4:26 y ss). Esto significa que el sol de justicia, Cristo, no se oculte de vuestros corazones, por haberlo indignado debido al consentimiento dado a los pensamientos malvados; no suceda que, habiéndose alejado de Cristo, el Diablo ocupe su lugar en nosotros. Respecto de este sol, Dios nos habla mediante el profeta, diciéndonos: Para vosotros, los que teméis mi nombre, brillará el sol de justicia con la salud en sus rayos (Ml 4:2). Si tomamos esto al pie de la letra, significa que no podemos permitirnos conservar la ira ni siquiera hasta el momento en que el sol se pone. ¿Qué decir entonces? Algunos, por la aspereza y la locura que implica este estado pasional, conservan la ira no sólo hasta el momento en que se pone el sol, sino que la mantienen por varios días, aun callando y no expresándola en palabras, y alimentan en su perjuicio el veneno del rencor con su propio silencio. Ignoran que debemos abstenernos no solamente de manifestar nuestra ira mediante nuestros actos, sino evitar que se manifieste en nuestro pensamiento, evitando que el intelecto, oscurecido por las tinieblas del rencor, se aparte de la luz del conocimiento y del discernimiento, y se vea privado del Espíritu Santo.

Y por este motivo, el Señor recomienda en los Evangelios dejar la ofrenda sobre el altar y reconciliarnos con nuestro hermano, pues no es posible que nuestra ofrenda le sea grata si se encuentran escondidos en nosotros la cólera y el rencor. E incluso el Apóstol, cuando nos pide rezar incesantemente y levantar en todo lugar nuestras manos en alabanza, sin ira ni discusiones, nos enseña justamente esto: o que no recemos nunca, sintiéndonos culpables respecto del mandamiento apostólico, o bien que seamos observantes en obedecer el mandamiento, debiendo hacerlo sin ira y sin rencores, Y sin embargo, puede suceder que, después de haber entristecido o turbado a nuestros hermanos, no demos ninguna importancia a la cosa y digamos que no fue por culpa nuestra si éstos se han entristecido, pero el médico de las almas, queriendo desterrar del corazón cualquier pretexto para el alma, no solamente nos ordena dejar la ofrenda y reconciliarnos con el hermano, si nos sucediera que nos hemos enojado con él -aun en el caso en que nuestro hermano tuviera algún motivo de tristeza respecto a nosotros, justa o injustamente -, aun así es nuestro deber cuidar de él, pidiéndole disculpas. Y sólo entonces brindaremos nuestra ofrenda.

Pero, ¿por qué insistimos tanto con los preceptos evangélicos? También de la Ley antigua nos llegan enseñanzas. Ésta, que parece tener más condescendencia que rigor, nos dice: No odies a tu hermano en tu corazón (Lv 19:17); y aun: Los caminos de quien guarda rencor conducen a la muerte (Pr 12:28).

En este caso, no solamente prohíbe el pecado en los actos, sino que censura también en los pensamientos. Es conveniente, pues, para quien sigue las leyes divinas, luchar con todas sus fuerzas contra el espíritu de la ira y contra el mal escondido en nosotros, y no buscar el desierto y la soledad porque guardamos cólera contra los hombres, como si allí no hubiera nadie que nos empujara hacia la ira, y como si en la soledad fuera más fácil realizar la virtud de la paciencia. Esto significaría que queremos alejarnos de los hermanos por soberbia, rehusando acusarnos a nosotros mismos, y no queriendo atribuir a nuestro propio descuido las causas de nuestra turbación. Lo que es importante para nuestra paz y corrección, no se logra por medio de la paciencia de nuestro prójimo respecto de nosotros, sino por nuestra tolerancia respecto de nuestro prójimo. Cuando, al huir de la lucha de la paciencia, buscamos el desierto y la soledad, todas aquellas pasiones que aún no han sanado y que llevamos con nosotros, las encontraremos luego escondidas antes que eliminadas. El desierto y la soledad son, para aquellos que no se han liberado de las pasiones, una forma no solamente de conservarlas, sino también de esconderlas, no pudiendo descubrir de cuál pasión estarnos aquejados. Y lo que es peor, nos sugieren fantasías respecto de supuestas virtudes y nos convencen de haber alcanzado la perfección de la paciencia y de la humildad, ¡hasta que alguien llega a sacudir nuestra cólera, sometiéndonos a prueba! Y cuando sobreviene una ocasión cualquiera que sacuda y atormente al que se encuentra en esta situación, de inmediato las pasiones escondidas, las que no notamos anteriormente, como caballos desenfrenados, se lanzan, al galope, y nutridas por la hesichía y el ocio, arrastran aún más salvaje y violentamente a su caballero.

Las pasiones, cuando no son sometidas a prueba por parte de los hombres, se tornan aún más salvajes en nosotros. Y así, luego de haber descuidado el ejercicio y a causa de la soledad, perdemos incluso esa sombra de tolerancia y de paciencia que aparentábamos tener cuando estábamos entre nuestros hermanos. Como las bestias venenosas que habitan el desierto o sus propias madrigueras, y manifiestan su furor cuando aferran a quien se acerca, así los hombres pasionales, que se hallan en un estado de hesichía no por actitud virtuosa sino a la fuerza, es decir, debido a su soledad, vomitan su veneno cuando alcanzan a alguien que se les acerca y los provoca. Por este motivo es necesario que aquellos que buscan la perfecta humildad, pongan buen cuidado en no irritarse no sólo contra los hombres, sino tampoco contra las bestias ni los objetos inanimados. Recuerdo que cuando vivía en el desierto, me encolerizaba contra el báculo y me desahogaba contra él, ¡ya porque era grueso o porque era delgado! Otras veces, me enfurecía contra un árbol cuando, queriendo cortarlo, no lo lograba en seguida. O bien contra el pedernal, cuando, al tratar de prender el fuego, la chispa no saltaba de inmediato. La ira se encontraba en mí en un estado tal de excitación, ¡que llegaba a desahogada contra los objetos insensibles!

Si queremos alcanzar la beatitud proclamada por el Señor, debemos prohibirnos la ira no solamente en nuestros actos, como se ha dicho, sino también en nuestro pensamiento. Pues no es suficiente con dominar la lengua en un momento de cólera y controlar la salida de nuestra boca de palabras enfurecidas, sino que deberemos purificar nuestro corazón del rencor, evitando tener en nuestra mente malos pensamientos contra nuestro hermano. La doctrina evangélica nos recomienda eliminar de raíz los pecados, antes que cortar solamente sus frutos. Porque Si se elimina del corazón la raíz de la cólera, el pecado no se convertirá en odio ni envidia. El que odia a su hermano ha sido declarado homicida, tal como está escrito. Lo mata con el estado de odio que lleva en su alma; los hombres no ven la sangre del hermano derramada mediante una puñalada, pero Dios lo ve muerto en la mente y por la íntima disposición al odio del otro; y Él atribuirá a cada uno las coronas o los castigos, no solamente por las acciones, sino también por los pensamientos y determinaciones, tal como lo dice por medio de su profeta: Vengo a recoger sus obras y sus pensamientos. También el Apóstol dice: los pensamientos que mutuamente disculpan o acusan. El día en que Dios juzgue las cosas secretas de los hombres... (Rm 2:15 y ss).

Pero el Señor mismo nos enseña en los Evangelios cómo apartar toda ira: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal (Mt 5:22). Éste es el texto de los manuscritos más rigurosos; la palabra, "en vano" ha sido agregada luego para indicar cuál es la voluntad de las Escrituras. El Señor nos exige que eliminemos la raíz e incluso la chispa de la ira, sin guardar en nosotros ningún pretexto para sentirla, y que no caigamos en la locura del furor irrazonable, aunque en un principio nos hayamos conmovido con razón. La mejor cura para este mal es la siguiente: que crearnos que no nos es permitido indignarnos ni por lo que es justo ni por lo que es injusto. Puesto que el espíritu de la ira obnubila la mente, no podremos encontrar ni la luz de discernimiento, ni la solidez de una voluntad firme, y el gobierno de la justicia; ni siquiera será posible que nuestra alma se convierta en el templo del Espíritu Santo, si nos domina el espíritu de la ira que nubla nuestra mente.

Concluyendo, debemos tener siempre presente la hora incierta de nuestra muerte, cuidándonos de caer en la ira. Y debemos saber que, si estamos dominados por ésta y por el odio, de nada nos servirá la templanza, el desapego de toda realidad material, los ayunos y las vigilias, sino que, por el contrario, nos encontraremos sometidos a juicio.


La tristeza

Nuestra quinta batalla es contra el espíritu de la tristeza que oscurece el alma y no le permite ninguna contemplación espiritual, impidiéndole toda obra buena. Cuando nuestro espíritu malvado aferra el alma y la obnubila, no le permite cumplir sus oraciones con buena disposición de ánimo ni perseverar en el provecho que traen las sagradas lecturas, no permite que el hombre sea humilde y tierno hacia sus hermanos, en pocas palabras, le genera odio por cualquier tipo de actividad y por la promesa misma de la vida. Quiero decir esto: la tristeza, confundiendo todas las saludables decisiones del alma, aflojando su vigor y su constancia, la vuelve estúpida y la paraliza, sostenida por el pensamiento de la desesperación. Por tanto, si estamos dispuestos a combatir la batalla espiritual y, junto a Dios, vencer a los espíritus de la malicia, deberemos custodiar nuestro corazón con toda posible vigilancia contra el espíritu de la tristeza. Así como la polilla roe el traje, y el gusano la madera, así la tristeza carcome el alma del hombre. Ésta induce a retirarse de toda buena conversación y no nos permite aceptar una buena palabra de consejo, ni siquiera de amigos sinceros, ni a su vez darles una respuesta buena o pacífica; por el contrario, envuelve toda el alma colmándola de amargura y de tedio.

También le sugiere rehuir de los hombres, como si éstos fueran culpables de su turbación. No le permite reconocer que su mal lo lleva dentro y que no le viene del exterior; se manifiesta cuando, estimulada por las tentaciones, es llevada a la superficie. Nunca un hombre causará daño a otro si no lleva en sí mismo las causas de las pasiones. Por este motivo, Dios, creador de todas las cosas y médico de las almas, Él, que es el único que conoce con precisión las heridas del alma, no nos manda abandonar nuestras relaciones con los hombres, sino que eliminemos en nosotros mismos las causas de la malicia y reconozcamos que la salud del alma no se practica por la separación nuestra de los hombres, sino cuando vivimos y nos ejercitamos junto a los virtuosos.

Cuando abandonamos a los hermanos con un pretexto cualquiera - ¡razonable, por supuesto! - no hemos eliminado las ocasiones que producen la tristeza, las hemos solamente cambiado por otras, porque el mal que se ha instalado dentro de nosotros las renueva sirviéndose incluso de objetos diversos. Por tanto, toda nuestra guerra deberá ser llevada a cabo contra nuestras pasiones íntimas. Una vez que, con la gracia y la ayuda de Dios, las hayamos echado de nuestro corazón podremos vivir fácilmente, no digo con los hombres, sino también con las bestias salvajes, según lo dicho por el bienaventurado Job: Estarán en paz contigo las bestias salvajes (Jb 5:23).

Antes que nada, deberemos luchar contra el espíritu de la tristeza que empuja el alma a la desesperación, a fin de echarlo de nuestro corazón. Porque es éste el espíritu que no ha permitido a Caín arrepentirse después del asesinato de su hermano, ni a Judas después de la traición al Señor. Practicaremos solamente esa tristeza que es necesaria para la conversión de nuestros pecados, unida a una buena esperanza. Y de ésta el Apóstol nos dice: La tristeza según Dios produce una conversión saludable de la que no nos arrepentiremos (2 Co 7:10). Porque la tristeza según Dios al nutrir al alma con la esperanza de la conversión, se halla mezclada con la alegría. Por tanto, el hombre se torna dispuesto y obediente en cada obra buena; se torna afable, humilde, manso, paciente, capaz de soportar toda buena fatiga y toda aflicción, todo lo que es según Dios. Y por esto se reconocen en el hombre los frutos del Espíritu Santo, es decir, la alegría, el amor, la paz, la paciencia, la bondad, la fe, la continencias. De la tristeza contraria reconoceremos los frutos de un espíritu malo que son: el tedio, la intolerancia, la cólera, el odio, la contradicción, la desesperación, la pereza en la oración.

De una tristeza tal, deberemos huir como de la fornicación, del amor al dinero, de la cólera y otras pasiones. Esa tristeza se cura con la oración, la esperanza en Dios, la meditación de las divinas palabras y viviendo con hombres píos.


La acidia

Nuestra sexta lucha es contra el espíritu de la acidia, que está unido al espíritu de la tristeza y con él colabora, siendo éste un terrible y pesado demonio, siempre pronto a ofrecer una batalla a los monjes. Cae sobre el monje en la hora sexta produciéndole desasosiego y escalofríos, causándole odios hacia el lugar donde se encuentra y contra los hermanos que viven con él, así como respecto de su trabajo y de la lectura misma de las divinas Escrituras. Le insinúa también el pensamiento de cambiar de lugar y la idea de que, si no cambia y no se muda, todo será fatiga y tiempo perdido. Además de esto, le dará hambre alrededor de la hora sexta, un hambre tal como no le sucede después de tres días de ayuno, de un largo viaje o de una gran fatiga. Luego hará que surjan pensamientos varios, tales como que no podrá nunca liberarse de tal mal o de tal peso, si no sale frecuentemente visitando a tal hermano, para obtener una ventaja, se entiende, o visitando a los enfermos.

Cuando el monje no se encuentra atado por estos pensamientos, lo sumerge entonces en un sueño profundo, tornándose el sentimiento aún más violento y fuerte en contra de él, y no podrá ser ahuyentado si no es por medio de la oración, evadiendo el ocio, con la meditación de las divinas palabras y con la resistencia a las tentaciones. Porque si este espíritu no encuentra al monje defendido por estas armas, lo golpea con sus flechas y lo torna inestable, lo agita, lo torna indolente y ocioso, induciéndolo a recorrer varios monasterios, no preocupándose, no buscando otra cosa más que lugares donde se coma y se beba bien. Porque la mente del acidioso no piensa más que en esto o en la excitación que proviene de estas cosas. Y llegado a este punto, el demonio lo envuelve en asuntos mundanos, y poco a poco lo engancha mediante estas peligrosas ocupaciones, hasta que el monje rechaza del todo su profesión monástica.

El divino Apóstol, sabiendo cuán pesado es este mal, y queriendo, cual médico sabio, erradicarlo completamente de nuestras almas, nos muestra sobre todo las causas que lo originaron y nos habla así: Os rogamos hermanos, en el nombre del Señor nuestro Jesucristo, manteneros alejados de todo hermano que no cambie por la disciplina y siguiendo la tradición que habéis recibido de nosotros. Vosotros sabéis cómo imitarnos, puesto que no nos hemos portado desordenadamente entre vosotros: no hemos comido gratuitamente el pan de nadie, sino que hemos trabajado día y noche con fatiga y afán para no ser una carga para vosotros; no porque tuviésemos potestades para no trabajar, sino con el fin de darles un modelo a imitar. Cuando estuvimos entre ustedes les pedimos esto: si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma. Sentimos que algunos de entre vosotros caminan indisciplinadamente, sin hacer nada, pero inmiscuyéndose en todo. A éstos nos dirigimos y les recomendamos en Cristo Jesús que coman de su pan, trabajando con tranquilidad (2 Ts 3:6-12).

Sabemos con cuanta sabiduría el Apóstol nos muestra las causas del tedio. Llama "sin disciplina" a los que no trabajan; pone en evidencia con esta sola palabra una gran malicia, porque el que lo hace no teme a Dios, no considera a su hermano al hablar y es presto al insulto: es decir, no sabe estar en paz y es esclavo del tedio. El Apóstol nos ordena mantenernos alejados de tales personas, es decir, separarnos como de un mal contagioso. Y no según la tradición que han recibido de nosotros (2 Ts 3,6), y con esta expresión indica cómo aquellos son soberbios, disruptores y malos difusores de las tradiciones apostólicas. Aun dice: No hemos comido gratuitamente pan de nadie, sino que hemos trabajado día y noche con fatiga y afán (2Ts 3:8).

El Doctor de las gentes, el heraldo del Evangelio, aquel que ha sido raptado hasta el tercer cielo, aquel que dice cómo el Señor ha establecido que aquellos que anuncian el Evangelio viven del Evangelio, trabaja de día y de noche para no ser una carga para nadie (2Ts 3:8). ¿Qué haremos nosotros, que frente al trabajo nos mostramos tediosos y buscamos el reposo del cuerpo? Nosotros, a quienes no nos ha sido confiado el anuncio del Evangelio ni la preocupación de las iglesias, sino apenas el cuidado de nuestra alma. Y el Apóstol agrega: mostrando claramente el daño causado por el ocio: ...sin hacer nada pero inmiscuyéndose el todo (2Ts 3:11). Del ocio viene la curiosidad, de la curiosidad, la falta de disciplina y de ésta toda malicia. Pero el Apóstol nuevamente prevé una cura para éstos y agrega: A éstos recomendamos que coman de su pan trabajando con tranquilidad (2Ts 3:12). Y de modo aún más impresionante, agrega: El que no quiera trabajar, que tampoco coma (2Ts 3:10).

Los santos Padres que viven en Egipto, adiestrados por estos preceptos apostólicos, no permiten a los cristianos permanecer ociosos en ningún momento, sobre todo si se trata de jóvenes. Porque saben que sometiéndose al trabajo alejan el tedio, obtienen su propia comida y ayudan a los necesitados.

Éstos no trabajan sólo para obtener su propia comida, sino para proveer a los extranjeros, a los pobres y a los presos con su propio trabajo; a causa de su propia fe, las buenas obras que hacen se convierten en un sacrificio santo, grato a Dios.

También dicen esto los Padres: "El que trabaja, no tiene a menudo más que un solo demonio a quien combatir y por el cual está oprimido, mientras que el ocioso está atormentado por miríadas de malos espíritus.

Pero es bueno agregar también una palabra del padre Moisés, hombre de probadísima virtud entre los Padres. Me refiero a una palabra que recibí de él. En un breve período transcurrido por mí en el desierto, fui atormentado por el tedio, por lo que acudí a su consejo contándole lo que me había ocurrido.

Habiéndome el tedio reducido a los extremos, logré superarlo acudiendo a san Pablo. El padre Moisés me contestó así: "Ten coraje. No te has liberado, sino que te le has entregado totalmente como esclavo. Debes saber que, puesto que has desertado, te hará una guerra aún más grave, si de ahora en adelante no te dedicas a combatirlo con celo por medio de la paciencia, de la oración y del trabajo manual."


La vanagloria

Nuestra séptima lucha es contra el espíritu de la vanagloria. Ésta es una pasión multiforme, muy sutil, y no la reconoce ni siquiera aquel que por ella ha sido tentado. En efecto, los asaltos de las otras pasiones son mucho más manifiestos, por lo que la lucha contra ellos es más fácil pues el alma reconoce al adversario y lo rechaza enseguida mediante la resistencia y la oración. Pero la malicia de la vanagloria, justamente por ser multiforme es difícil de ser distinguida. En cualquier ocupación, usando la voz y la palabra o aun callando, en el trabajo o en la vigilia, en los ayunos o en la oración, en la lectura, en la hesichía, en la paciencia; en todo esto trata de abatir con sus flechas al soldado de Cristo. A quien la vanagloria no logra seducir con el lujo de los vestidos, trata de tentarlo por medio de una prenda vil. Y al que no puede agrandar con honores, lo induce a la tontería, haciéndole soportar cualquier cosa que parezca un deshonor. Al que no puede ser persuadido a vanagloriarse con la sabiduría de los discursos, lo atrapa con el lazo de la hesichía, como si se hubiera dedicado al recogimiento. Al que no puede convencer con la suntuosidad de los alimentos, lo debilita con el ayuno para que obtenga alabanzas.

En una palabra, cualquier trabajo, cualquier ocupación brinda a este pésimo demonio una ocasión para promover batalla. ¡Y además de esto, sugiere también fantasías de ordenaciones clericales! Recuerdo a un cierto anciano, cuando vivía en Escete, quien al dirigirse a visitar a un hermano en su celda, acercándose a su puerta, sintió que éste estaba hablando. El anciano, pensando que estaba meditando las Sagradas Escrituras, se detuvo a escuchar. Y oyó que aquel, tornándose insensato por la vanagloria, ¡se imaginaba haber sido ordenado diácono, y que estaba despidiendo a los catecúmenos! Oyendo esto, el anciano empujó la puerta y entró. El hermano se adelantó y se arrodilló según la usanza, tratando de saber si el anciano había estado un buen tiempo detrás de la puerta. Pero el anciano le contestó sonriendo: Llegué cuanto tú estabas despidiendo a los catecúmenos." Ante estas palabras, el hermano cayó a los pies del anciano, suplicándole que rogara por él, a fin de ser liberado de este engaño.

He recordado este hecho para demostrar a qué grado de insensatez este demonio conduce al hombre. El que quiera combatirlo con perfección, y llevar firmemente la corona de la justicia, usará de todo su celo para vencer a este demonio polimorfo. Y que tenga siempre bien presente lo dicho por David: El Señor ha dispersado los huesos de aquellos que gustan a los hombres (Sal 52:5). Y que no haga nada mirando a su alrededor, con el fin de obtener las alabanzas de los hombres. Que busque solamente la merced que viene de Dios; que siempre rechace aquellos pensamientos de autoelogio que provienen de su corazón, que se anule frente a Dios, y podrá así, con su ayuda, liberarse del espíritu de la vanagloria.


La soberbia

La octava lucha es contra el espíritu de la soberbia. Es un espíritu terrible el más salvaje de todos los precedentes. Combate sobre todo a los perfectos, y trata de derrocar, sobre todo, a aquello, que han alcanzado el ápice de la virtud. Como un morbo contagioso y pernicioso, no destruye solamente una parte del cuerpo, sino el cuerpo entero; así, la soberbia no destruye solamente una parte del alma sino el alma entera. Cada una de las otras pasiones, aun turbando el alma, combate a la sola virtud que se le opone, y solamente ésta se esfuerza en vencerla. Por tal motivo, oscurece solamente en parte al alma y la turba. Pero la pasión de la soberbia oscurece el alma toda y la arrastra a una caída extrema.

Para entender mejor cuanto se ha dicho, observemos lo siguiente: la gula se esfuerza por corromper la continencia; la fornicación tiende a corromper la templanza; el amor por el dinero está en contra de la pobreza; la cólera, contra la humildad; así, cada uno de los distintos vicios trata de corromper la virtud opuesta. Pero el vicio de la soberbia, cuando domina al alma mísera, como un tirano feroz que ha ocupado una grande y excelsa ciudad, la abate completamente desde sus cimientos.

Testimonio de todo esto es aquel mismo ángel que cayó del cielo por causa de su soberbia: creado por Dios y adornado de toda virtud y sabiduría, no quiso atribuir todos sus dones a la gracia del Soberano, sino a su propia naturaleza. Y hasta llegó a concebir la idea de ser igual a Dios. Y el Profeta, confrontando este pensamiento, le dijo: Has dicho en tu corazón: Me sentaré sobre la excelsa montaña, pondré mi trono entre las nubes y seré parecido al Altísimo. ¡Pero eres hombre y no Dios! E incluso otro profeta dijo: "¿De qué te alabas en tu malicia, oh poderoso? (Sal 51:1), y continúa el salmo. Conociendo esto, temamos y pongamos toda vigilancia en custodiar nuestro corazón del letal espíritu de la soberbia, recordándonos siempre a nosotros mismos, cuando ejercemos alguna virtud, lo dicho por el Apóstol: No yo, sino la gracia de Dios que está conmigo (1 Col 15:10); y lo que dice el Señor: Sin mí no podréis hacer nada (Jn 15:5), y cuanto ha sido dicho por el Profeta: Si el Señor no constituye la casa, vano es el trabajo de los constructores (Sal 126:1); y aun esta palabra: No de quien quiere ni de quien corre, sino de Dios que hace misericordia (Rm 9:16). Puesto que si alguno fuera ardiente en su celo, solícito en su determinación, aun así, revestido de carne y sangre como lo es, no podrá alcanzar la perfección si no es por la misericordia de Cristo y de su gracia. Dice Santiago: Todo regalo bueno... viene de lo alto (St 1:17). Y el apóstol Pablo: ¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te alabas como si no lo hubieras recibido? (1Col 4:7), exaltándote como por cosas de tu pertenencia.

De que la salvación nos provenga de la gracia y de la misericordia de Dios, es veraz testimonio aquel ladrón, que adquirió el Reino de los Cielos no ciertamente como recompensa por sus virtudes, sino por la gracia y la misericordia de Dios.

Nuestros Padres, que bien conocen todo esto, nos han trasmitido con unívoca sentencia que no se puede alcanzar de otro modo la perfección de la virtud si no es mediante la humildad, y ésta es habitualmente generada por la fe, por el temor de Dios y la perfecta pobreza: cosas gracias a las cuales se origina el amor perfecto. Por la gracia y por el amor de nuestro Señor Jesucristo a los hombre, a Él la gloria de los siglos. Amén."


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