"Al Obispo Castor:
...
Luego de haber hecho un primer discurso concerniente a
la ordenación de los cenobitas, nuevamente nos llenamos de coraje, debido a
vuestras oraciones y nos disponemos a escribir a propósito de los ocho
pensamientos viciosos, es decir, los pensamientos de gula, fornicación, amor al
dinero, ira, tristeza, pereza, vanagloria y soberbia.
La continencia del estómago
Como primera cosa, hablaremos de la continencia del
vientre, que se opone a la gula. Diremos pues, cómo hacer los ayunos y cuál
deberá ser la calidad y la cantidad de los alimentos. No hablaremos de nosotros
mismos, sino que mencionaremos lo que hemos recibido de nuestros santos Padres
Ellos no tenían una única regla para el ayuno ni una única manera de comer los
alimentos; ni siquiera nos han transmitido la indicación de una medida, ya que
no todos tienen la misma fuerza, ya sea por edad, por enfermedad, o por una
constitución física particularmente delicada. Hay, sin embargo, un único
objetivo: huir de la saciedad y evitar llenar nuestro estómago.
Un cierto ayuno diario ha sido considerado más
ventajoso y más adecuado para conducirnos a la pureza, que un ayuno que se
arrastra por tres, cuatro días o aun una semana. Se dice que el ayuno que se
prolonga sin medida es seguido por un período de exceso en las comidas. De tal
modo, es posible que la abstinencia exagerada de alimentos haga que el
organismo pierda su vigor, tornándolo perezoso en su servicio espiritual, o que
el cuerpo, sintiéndose pesado por el exceso de comida, produzca en el alma
pereza y relajamiento.
Los Padres no consideraron apto para todos el ingerir
verduras o legumbres, ni que todos pudieran hacer uso, como alimento cotidiano,
del pan duro. Se ha visto cómo uno que come dos libras de pan sigue teniendo
hambre, mientras que otro, comiendo solamente una, o aun seis onzas, se siente
satisfecho. Tal como se ha dicho anteriormente, lo que nos han transmitido como
regla para observar la continencia es solamente esto: que no nos dejemos
engañar por la saciedad del estómago, ni nos dejemos arrastrar por el placer de
la gula. En efecto, no solamente la variada calidad de los alimentos, sino también
las distintas cantidades de los mismos, pueden encender en nosotros las flechas
inflamadas de la fornicación. Más aún: no es solamente la ebriedad del vino la
que embriaga nuestra mente, sino que incluso la saciedad del agua o el exceso
de cualquier comida la tornan aturdida y somnolienta. El motivo que produjo la
destrucción de los sodomitas, no fue la ebriedad producida por el vino o por
los variados alimentos, sino por la saciedad del pan, tal como dice el profeta.
La debilidad del cuerpo no nos impide alcanzar la
pureza del corazón, si no ofrecemos a nuestro cuerpo otra cosa que lo que la
debilidad nos pide, y no lo que exige el placer. Debemos utilizar alimentos
tanto cuanto es necesario para mantenernos con vida, no lo que nos induce a
servir a los impulsos de la concupiscencia. Una toma moderada de alimentos,
según nuestro razonamiento, contribuye a la salud del cuerpo y no quita nada a
la santidad. La regla de continencia y la norma exacta que nos transmitieron
los Padres, es la siguiente: el que tome un alimento cualquiera, deberá
detenerse cuando aún tiene apetito, sin esperar la saciedad. Cuando el Apóstol
nos dice que no debemos preocuparnos de la carne para satisfacer nuestra
concupiscencia (Rm 13:14), no trata de prohibirnos lo necesario para
mantenernos con vida, sino que intenta prohibir un tratamiento que nos induzca
a la voluptuosidad.
Además, para lograr una pureza perfecta del alma, no
es suficiente con abstenerse de alimentos, sino que otras virtudes son
necesarias. Mucho beneficia a la humildad la obediencia en el trabajo y la
fatiga del cuerpo, así como beneficia el mantenerse lejos del amor por el
dinero, lo que no significa sólo no tener dinero, sino también evitar desearlo
ansiosamente: esto es lo que guía al alma realmente a la pureza. El abstenerse
de la cólera, de la tristeza, de la vanagloria, de la soberbia, son todas cosas
que producen la pureza global del alma. En cuanto a esa particular pureza del
alma, fruto de la templanza, la misma se obtiene con la continencia y con el
ayuno. Porque es imposible luchar en nuestra mente con el espíritu de la
fornicación, teniendo el estómago lleno. Por lo tanto, nuestra primera lucha
será por lograr la continencia del estómago y el doblegamiento de nuestro
cuerpo, no solamente mediante nuestro ayuno, sino también velando con la
fatiga, la lectura y con el recogimiento de nuestro corazón, temerosos de la
gehena y deseosos de acceder al Reino de los Cielos.
El espíritu de la fornicación
Nuestra segunda lucha es contra el espíritu de la
fornicación y de la concupiscencia de la carne, que, desde la más temprana edad
del hombre, empiezan a atormentarlo. Ésta es una gran lucha, ardua y doble,
porque mientras los otros vicios declaran una guerra al alma, solamente éste se
presenta bajo una doble forma que acecha al alma y al cuerpo: por tanto la
batalla es doble. El solo ayuno del cuerpo no es suficiente para adquirir la
perfecta templanza y la verdadera castidad, si no hay también contrición del
corazón, una perseverante oración a Dios, una asidua meditación de las
Escrituras, una dura fatiga y trabajo manual: estas cosas tienen el poder de
contrarrestar los impulsos inquietos del alma, apartándola de turbias
fantasías. Sin embargo, lo que más beneficia es la humildad del alma, sin la
cual no se puede salir ni de la fornicación ni de las otras pasiones.
Por lo tanto, es fundamental ser vigilantes y apartar
nuestro corazón de los pensamientos sórdidos. Pues es del corazón, según la
Palabra del Señor, de donde provienen los malos razonamientos, los homicidios,
los adulterios, las fornicaciones, y cosas de la calle. Y el ayuno nos ha sido
prescrito, no solamente para tratar duramente al cuerpo, sino para ayudar a la
sobriedad del intelecto, para que éste no se oscurezca por el exceso de
alimento y no pierda su fuerza en la vigilancia de sus pensamientos. Debemos
ser solícitos, pues, no sólo en el ayuno corporal, sino que debemos prestar
atención a nuestros pensamientos y ejercer la meditación espiritual: sin todo
esto, es imposible llegar a la cima de la verdadera castidad y pureza. Es pues
necesario -como dice el Señor - que purifiquemos antes la parte interior del
vaso y del plato, para que se torne puro también su exterior (Mt 23:26). Así es
como, si nos preocupamos -como dice el Apóstol - por luchar según las reglas
para recibir la corona, no presumamos de haber vencido al espíritu impuro de la
fornicación con nuestra capacidad y ascesis: la ayuda de Dios nuestro Señor es
invalorable. El hombre no cesa de estar en lucha con este espíritu, hasta que
no cree en verdad que no es por su prisa ni por su fatiga, sino por la
protección y la ayuda de Dios, que nos alejamos de este vicio y accedemos a la
cima de la castidad. Se trata, de hecho de una cosa que supera a la naturaleza,
y aquel que pisotea los estímulos de la carne y sus voluptuosidades, se sale de
alguna manera de su cuerpo.
Por este motivo es imposible que el hombre vuele, por
así decirlo, con alas propias hacia ese excelso y celeste premio de santidad, y
se torne en imitador de los ángeles, a menos que la gracia de Dios lo eleve de
la tierra y del fango. Los hombres, atados a la carne, con ninguna otra virtud
imitan mejor a los ángeles, seres espirituales, que con la virtud de la templanza.
Se debe a ella que, mientras aún están y viven sobre la Tierra, los hombres
tienen su Ciudadanía en los Cielos, como dice el Apóstol.
La demostración de la perfecta posesión de esta virtud
ocurre cuando el alma, durante el sueño, no atiende a alguna imagen de turbia
fantasía. En efecto, aunque este tipo de actitud no es considerada como pecado,
es síntoma de que el alma se encuentra enferma y no se ha alejado de la pasión.
Y por esto debemos creer que las turbias fantasías que nos aquejan durante el sueño,
denotan el descuido precedente y la enfermedad que está en nosotros; porque la
enfermedad escondida en las zonas recónditas de nuestra alma, se torna
manifiesta al sobrevenir el flujo durante el relajamiento del sueño. Y así es
como el médico de nuestras almas ha colocado el fármaco en las zonas más
recónditas de la misma: porque conocía las causas de la dolencia.
Nos dice: El que mira a una mujer para desearla, ya ha
cometido con ella adulterio en su corazón (Mt 5:28). Y con esto no está
corrigiendo los ojos curiosos y malvados, sino más bien al alma que está
adentro y que usa malamente sus ojos, recibidos de Dios para el bien. También
por este motivo el sabio proverbio no nos dice que pongamos toda nuestra
vigilancia en custodiar nuestros ojos, sino que dice: pon toda tu vigilancia en
custodiar tu corazón (Pr 4:23), aplicando a éste el cuidado de la vigilancia,
pues es el corazón el que se servirá luego de los ojos para lo que realmente
desea.
Custodiaremos, pues, así nuestro corazón, cuando, por
ejemplo, se forma en nuestra mente la imagen de una mujer, producida por la
astucia diabólica, aunque se trate de nuestra madre, o de una hermana o de
cualquier otra mujer pía, ahuyentémosla de nuestro corazón enseguida, para que
no suceda que, si nos entretenemos mucho en tal memoria, el Seductor que nos
empuja hacia el mal, a partir de estas imágenes, haga a posteriori resbalar y
precipitar nuestra mente en pensamientos turbios y perniciosos. El mandamiento
mismo que Dios había dado al primer hombre ordenaba cuidarse de la cabeza de la
serpiente, es decir, de la primera aparición de los pensamientos peligrosos,
mediante los cuales trata de meterse dentro de nuestras almas. Si acogemos su
cabeza, es decir, el primer estímulo del pensamiento, terminaremos por aceptar
el resto del cuerpo de la serpiente, esto es, daremos nuestro consentimiento al
placer. Y después de esto, el llevará nuestra mente a realizar la acción
ilícita.
Nos conviene, sin embargo, como está escrito, matar
cada mañana todos los pecadores de la tierra (Sal 100:8), es decir, discernir
con la luz del conocimiento y destruir los pensamientos pecadores en la tierra
de nuestro corazón, como enseña el Señor, y cuando los hijos de Babilonia, es
decir, los malos pensamientos, son aún niños, hay que abatirlos y deshacerlos
contra la piedra que es Cristo. Porque si, gracias a nuestra indulgencia, se
convierten en adultos, no podrán ser vencidos sin grandes gemidos y fatiga.
Y además de lo dicho por las Sagradas Escrituras, es
bueno recordar lo dicho por los santos Padres. Nos dice san Basilio, obispo de
Cesarea de Capadocia: "Aunque no conozca mujer, no soy virgen. A tal punto
sabía que el don de la virginidad no se consigue mediante la simple abstención
corporal de la mujer, sino por la santidad y pureza del alma que suele actuar
en el temor de Dios. Y los santos Padres dicen también que no podemos adquirir
perfectamente la virtud de la castidad, si antes no poseemos en nuestro corazón
la verdadera humildad, ni nos hacemos dignos del verdadero conocimiento hasta
tanto la pasión de la fornicación no sea arrinconada en un lugar recóndito de
nuestra alma.
Para demostrar la obra de la templanza, recordaremos
alguna expresión alusiva dicha por el Apóstol, y con esto terminaremos nuestro
discurso: Buscad la paz con todo, sin la cual nadie verá al Señor (Hb 12:14). Y
es claro que habla de esto cuando agrega: Ningún fornicador o contaminado como
Esaú (Hb 12:16), etc. Justamente porque la obra de la santificación es
celestial y angélica, combate a los pesados ataques de los adversarios. Y por
esto debemos ejercitarnos no solamente en la continencia del cuerpo, sino
también en la contrición de nuestro corazón y en continuas postraciones con
gemidos: de este modo apagaremos, con el rocío de la presencia del Espíritu
Santo, las brasas de nuestra carne, que el rey de Babilonia enciende cada día,
excitando nuestra concupiscencia.
Además de todo esto, el arma más poderosa que nos ha
sido dada para la batalla es la vigilia según Dios. Así como la custodia
durante el día prepara la santidad de la noche. así la vigilia nocturna según
Dios, predispone el alma a la pureza durante el día.
El amor por el dinero
La tercera batalla es contra el espíritu del amor por
el dinero, espíritu que es extraño a la naturaleza, y que en el monje tiene su
origen en la falta de fe. Es así como los impulsos de las otras pasiones, es
decir, de la ira y de la concupiscencia, parecen partir del cuerpo mismo, y de
alguna manera, su principio está en la naturaleza misma: por este motivo son
vencidos después de mucho tiempo. Sin embargo, el mal del amor por el dinero
viene desde lo externo, y puede ser eliminado fácilmente si estamos atentos y
solícitos. Pero si se lo descuida, se convierte en una pasión más letal que las
otras, y difícil de sacar. Es, como dice el Apóstol, la raíz de todos los
males.
Observemos cómo las actitudes naturales del cuerpo se
pueden notar no solamente en los niños que aún no tienen conocimiento del bien
y del mal, sino también en los niños más pequeños, aun lactantes, en los cuales
no hay trazas de voluptuosidad y que, sin embargo, muestran en su carne, sus
actitudes naturales. Del mismo modo, podemos ver en los niños la reacción de la
ira, cuando los vemos excitados contra el que los ha entristecido. Y todo esto
no lo digo por acusar a la naturaleza de ser causa de pecado -nunca se sabe -
sino que lo digo para demostrar cómo la ira y la concupiscencia, que el Creador
había unido al hombre para bien, parecen de alguna manera -a causa de la
negligencia - ir contra la naturaleza, a partir de lo que es simplemente parte
de la naturaleza del cuerpo. El movimiento del cuerpo fue dado por el Creador
al hombre no para la fornicación, sino para la generación de sus hijos y la
supervivencia de la especie. Y la reacción de la ira fue sembrada en nosotros
para nuestra salvación, para que la accionáramos contra el mal, no para
convertirnos en simples bestias contra el que pertenece a nuestra misma
estirpe.
No es la naturaleza la pecadora, aunque hagamos un mal
uso de nuestras potencias; tampoco deberemos acusar a quien nos ha plasmado; como
tampoco al que nos ha dado el hierro para sus usos necesarios y ventajosos, si
el que luego lo toma se sirve de él para matar. Hemos dicho todo esto para
demostrar cómo el origen de la pasión por el amor al dinero no deriva de un
movimiento natural, sino de una voluntad pésima y corrupta.
Este mal, cuando encuentra el alma tibia e incrédula,
encontrándose ésta al principio de su alejamiento del mundo, le sugiere
pretextos aparentemente razonables para retener alguna cosa más de lo que
posee. Le hace imaginar al monje una larga vejez y enfermedades físicas,
haciéndole calcular que lo que el convento podrá ofrecerle no será suficiente
como para proporcionarle algún consuelo, no solamente a quien esté enfermo,
sino a quien esté sano, e incluso que no le será posible obtener ninguno de
esos cuidados que es justo administrar a los enfermos, sino que resultará en un
abandono total, por lo que si no se ha puesto de lado algún dinerillo, allí se
morirá como un miserable.
Finalmente, sugiere que ni siquiera es posible
permanecer por largo tiempo en el monasterio, debido a la pesadez de los
trabajos y a la severidad del superior. Cuando el mal haya seducido con estos
pensamientos la mente, para hacerle retener por lo menos un dinerillo,
convencerá al monje de la necesidad de aprender, a escondidas del abad, un
trabajo manual con el cual aumentar el dinero por el que se preocupa. Y
finalmente, con oscuras esperanzas, desvía al desventurado, haciéndolo pensar
en una ganancia proveniente de su trabajo, y en el alivio y en la seguridad que
de ello se desprende. Y así, luego de haberse entregado por entero al
pensamiento de la ganancia, no medita en nada de lo equivocado: ni en la locura
de la ira, cuando sufre por algún perjuicio, ni en la tiniebla de la tristeza
en la que cae si pierde la posibilidad de obtener alguna ganancia. Así como
para otros el estómago es dios, así el oro es el dios para éste. Por tanto, el
bienaventurado Apóstol, conociendo todo esto, ha denominado a esta pasión no
solamente la raíz de todos los males, sino también "idolatría."
Consideremos pues a cuánta malicia este mal induce al hombre, que logra
arrastrarlo incluso hasta la idolatría. De hecho, el que ama el dinero, ha
apartado su intelecto del amor a Dios, y lo deposita en los ídolos del hombre
esculpidos en oro.
Ante todos estos pensamientos, el cristiano se halla
obnubilado, empeora cada vez más, y se aparta de la obediencia: además se
irrita, se indigna contra todo aquello que cree no merecer, murmura por el
trabajo que debe hacer, contradice, y puesto que ya no observa ningún sentido
de respeto, se dirige como un caballo salvaje hacia el precipicio. No se
conforma siquiera con el alimento cotidiano que recibe; por el contrario,
asegura que no puede soportar más. Afirma que Dios no se encuentra solamente
allí, que su salvación no está radicada allí, y que si no abandona el
monasterio, se pierde. Y así, teniendo como colaborador de estos pensamientos
corruptos al dinero que ha apartado, y gracias a éste, sintiéndose liviano como
si tuviera alas, empieza a considerar salir del monasterio, para terminar
sintiendo soberbia y aspereza hacia todo lo que ha profesado, como un
forastero, un extranjero; y si ve en el monasterio algo que necesita ser
corregido, lo descuida, lo desprecia, y critica todo lo que se hace. Luego,
busca cualquier pretexto para encolerizarse o entristecerse, a fin de no
parecer una persona ligera, que se va del monasterio por cualquier motivo. Y
si, con insinuaciones y palabras vanas, puede engañar a alguien y hacerlo salir
del monasterio, no se detiene ni siquiera frente a esto, pues quiere asociarlo
en su caída.
Así, el que ama el dinero, encendido por el fuego de
sus propias riquezas, no podrá nunca tener paz en el monasterio, ni vivir
aceptando una regla. Y cuando el Demonio, como un lobo, lo secuestra y lo
aparta del rebaño, lo deja para que sea devorado. Entonces, lo empuja a hacer
en su celda aquellos trabajos que en el convento descuidaba y no hacía en las
horas establecidas. Y no le permite observar ni las oraciones habituales, ni la
costumbre del ayuno, ni el canon de la vigilia, pues, luego de haberlo unido
indisolublemente al amor por el dinero, lo convence para que ponga todo su
empeño en el trabajo manual.
Tres son las formas bajo las cuales se presenta esta enfermedad,
y todas están igualmente prohibidas por las Sagradas Escrituras y por las
doctrinas de los Padres. Una de ellas induce a que estos míseros posean y
acumulen lo que ni siquiera tenían cuando vivían en el mundo. La otra hace que
aquel que, de una vez por todas, había abandonado las riquezas, se arrepienta,
y le sugiere tratar de recuperar lo que había ofrecido a Dios; la tercera,
luego ole haber atado al cristiano con la falta de fe y la tibieza, no le
permite deshacerse del todo de las cosas del mundo: le insinúa el temor al
hambre y la falta de fe en la Providencia, haciéndole transgredir las promesas
hechas cuando hubo dejado su vida anterior.
De las tres formas de este mal encontramos ejemplos,
como se ha dicho, ya condenados en las Sagradas Escrituras. Guejazí, por
ejemplo, queriendo adquirir para sí mismo riquezas que antes no poseía, perdió
la gracia profética que el maestro quería dejarle en herencia. Más bien, en
lugar de heredar bendiciones, heredo una lepra perpetua, a causa de las maldiciones
del profeta.
"..." Ananías y Safira, por haber conservado algo de lo que ya
poseían, fueron castigados con la muerte, mediante sentencia apostólica. Y el
gran Moisés, el del Deuteronomio, místicamente exhorta a aquellos que prometen
dejar el mundo y que, debido al temor infundido por la falta de fe, permanecen
apegados a las cosas terrenas: Si alguno se encuentra temeroso y tiene miedo en
su corazón, que vuelva a su casa, para que no induzca al temor el corazón de
sus hermanos (Dt 20:8).
¿Hay algo más seguro y claro que este testimonio? ¿No
aprenderemos, pues, de estas cosas, nosotros que hemos dejado el mundo,
renunciando perfectamente a todo y saliendo victoriosos de la batalla, antes
que atender a un principio ya blando y débil que termina por apartar a los
otros de la perfección evangélica e inducirlos al miedo? Hay algunos que
interpretan mal lo que las Escrituras dicen bien: Hay mayor felicidad en dar
que en recibir (Hch 20:35), y se esfuerzan por alterar el sentido de lo que se
dice, engañándose a sí mismos, y siguiendo su propia pasión por el dinero.
Hacen lo mismo con las enseñanzas del Señor: Si quieres ser perfecto, ve y
vende lo que posees, dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos;
luego ven y sígueme (Mt 19:21): en realidad, consideran que mejor que ser pobre
es disponer de la propia riqueza y acudir a la propia abundancia para dar a los
pobres. Deberán éstos saber que no se han apartado aún del mundo ni han entrado
en la perfección monástica, mientras se avergüencen de aceptar en nombre de
Cristo la pobreza del Apóstol, sirviendo a sí mismos y a los necesitados con el
trabajo de sus propias manos, para llevar a cabo con hechos la profesión
monástica y ser glorificados con el Apóstol. Luego de haber dispersado su
antigua riqueza, que combatan junto con Pablo la buena batalla, en el hambre y
en la sed, en el frío y en la desnudez El Apóstol mismo, si hubiera sabido que
conservar su antigua riqueza es más necesario para la perfección, no hubiera
despreciado su propia dignidad, dado que afirma que, es por nacimiento de
distinta condición y de ciudadanía romana. Y aquella gente de Jerusalén, que
vendía sus propias casas y sus propios campos y ponía lo recaudado a los pies
de los apóstoles, no lo hubiera hecho si considerase que era más feliz al
nutrirse con sus propias riquezas antes que con su propia fatiga o con las
ofertas de los gentiles. Y el mismo Apóstol nos habla muy claramente a
propósito de aquellos cuando, escribiendo a los romanos, dice: Ahora voy a
Jerusalén para el servicio de los santos, porque Macedonia y Acaya tuvieron a
bien hacer una colecta en favor de los pobres de entre los santos de Jerusalén
(Rm 15:25-26).
Y él mismo, tantas veces sometido a cadenas y
prisiones, a la molestia de los viajes y por esto impedido, como es obvio, de
proveerse con sus propias manos, nos enseña cómo, ante estas necesidades, fue
socorrido por los hermanos venidos desde Macedonia, y nos dice: Y de hecho los
hermanos provenientes de Macedonia proveyeron a mis necesidades (2 Co 11:9). Y
a los filipenses escribe: Lo sabéis también vosotros, oh filipenses, que... al
salir de Macedonia, ninguna iglesia tuvo que ver conmigo en materia de dar y
tener, a no ser por vosotros solamente. Porque también en Tesalónica y una o
dos veces más, me habéis mandado de lo que tenía necesidad (Flp 4:15 y ss). Por
lo tanto, a juicio de quien ama el dinero, ¡aquellos serán más amados por el
Apóstol, pues le han provisto en sus necesidades con sus propios haberes!
Esperemos que nadie llegue a tal extremo de locura como para osar afirmar esto.
Si queremos, pues, obedecer el mandamiento evangélico
y a toda aquella Iglesia que desde el principio ha tenido su fundamento en los
Apóstoles, no atendamos a nuestras ideas personales ni entendamos malamente lo
que ha sido bien dicho. Más bien rechacemos nuestro sentimiento tibio e
incrédulo y recibamos los Evangelios rigurosamente. Porque así podremos seguir
los pasos de los santos Padres y no faltar a la disciplina del convento. Sólo
así podremos renunciar verdaderamente a este mundo. Es bueno llegados a este
punto, recordar las palabras de un santo. Se trata de lo que san Basilio,
obispo de Cesarea de Capadocia, dijo a un senador que había renunciado al
mundo, pero con tibieza, y que retenía aún algo de sus propias riquezas.
"Has destruido al senador y no has sido el cristiano."
Es necesario que pongamos todo nuestro celo en
eliminar de nuestra alma la raíz de todos los males que es el amor por el
dinero, porque sabemos con toda certeza que, si permanece la raíz, las ramas
brotarán sin dificultad.
No es fácil practicar esta virtud si no permanecemos
en el convento; efectivamente, allí nada nos preocupa con relación a las
exigencias más absolutas. Si tenemos bien presente las condenas de Ananías y de
Safira, temblaremos al pensar que retendremos algo de lo que un tiempo
poseíamos. Del mismo modo, temerosos frente al ejemplo de Guejazí, quien
contrajo una lepra perpetua por su amor al dinero, guardémonos de acumular
riquezas que ni siquiera en el mundo poseíamos. Y si pensamos en Judas, quien
termina ahorcado, temblemos ante la idea de retomar lo que con nuestra renuncia
habíamos despreciado.
Y continuamente deberemos tener ante nuestros ojos el
incierto momento de la muerte, para que el Señor nuestro no se nos acerque
cuando no lo esperamos y encuentre nuestra conciencia manchada por el amor al
dinero. Él nos dirá, entonces, lo que en el Evangelio dijo al rico: ¡Necio!,
esta noche misma te será pedida tu alma; lo que has preparado, ¿para quién
será? (Lc 12:20).
La ira
Nuestra cuarta lucha es contra el espíritu de la ira.
Es necesario que, junto con Dios, eliminemos desde lo más profundo de nuestra
alma este veneno mortífero. Porque mientras se encuentre instalado en nuestro
corazón y enceguezca los ojos de éste con tenebrosas tinieblas, no podremos ni
adquirir el discernimiento necesario, ni alcanzar el conocimiento espiritual,
ni poseer una buena voluntad total, ni convertirnos en partícipes de la
verdadera vida. Y nuestro intelecto no será capaz de recibir la contemplación
de la luz divina y veraz. Pues está escrito: Mi ojo fue alterado por el furor
(Sal 6:7). Ni tampoco participaremos de la divina sabiduría, aunque todos nos
consideren como sumamente sabios por nuestras ideas, pues se ha dicho: El enojo
reside en el corazón de los necios (Qo 7:9). Y no podremos siquiera adquirir
los saludables consejos del discernimiento, aunque fuésemos considerados por
todos personas prudentes, ya que se ha escrito: La ira pierde también a los
prudentes (Pr 15:1). Y ni siquiera tendremos la fuerza de prestar atención y
tratar de dejarnos gobernar por la justicia con corazón sobrio, pues: La ira
del hombre no obra la justicia de Dios (St 1:20). Finalmente, no podremos tener
aquel comportamiento y aquel decoro que todos alaban, pues está escrito: El
hombre colérico está privado de decoro (Pr 11:25).
El que quiera acceder a la perfección y desee combatir
según las reglas en la lucha espiritual, no deberá ceder ante la cólera y el
furor. Deberá escuchar lo que le ordena el vaso de elección: Toda acritud, ira,
cólera, gritos, maledicencia y cualquier clase de maldad desaparezca de entre
vosotros (Ef 4:31). Y si dice "toda," significa que no se nos deja
ningún pretexto para enfurecemos, como si hubiera alguna necesidad o razón para
hacerlo. El que quiera corregir a algún hermano caído en una trasgresión, o
quiera castigarlo, que tenga cuidado respecto a sí mismo, liberándose de toda
turbación, para que no suceda que, al querer curar a otro, atraiga sobre sí la
enfermedad y recaiga sobre él aquel dicho evangélico que dice: Médico, cúrate a
ti in mismo (Lc 4:23). Y también: ¿Por qué miras la paja en el ojo de tu
hermano y no observas la viga que se encuentra en tu ojo? (Mt 7:3)
Efectivamente, la reacción de la ira, al hervir dentro del alma, enceguece los
ojos de la misma, no permitiéndole ver el sol de la justicia. Si nos ponemos
sobre los ojos láminas, ya sean de oro o de plomo, éstas impedirán nuestra
visión y, por cierto, el valor de las láminas de oro no disminuye nuestra
ceguera. Y así es que, si por una causa cualquiera - razonable o irrazonable -
la ira se enciende, nuestra visión es oscurecida.
De la ira nos servimos según natura solamente cuando
la dirigimos en contra de los pensamientos pasionales y voluptuosos. Así nos
enseña el profeta cuando dice: Temblad y no pequéis (Sal 4:4), es decir:
Incurrid en la ira contra vuestras pasiones y contra los malos pensamientos, y
no pequéis tratando de llevar a cabo lo que éstos os sugieren. Esto está
sustentado por lo que se agrega: De lo que acostumbráis decir en vuestros
corazones, arrepentíos en vuestros lechos (Sal 4:4). Esto es, cuando acuden a
vuestro corazón los malos pensamientos, deberéis echarlos con ira y, luego de
haberlo hecho, al encontraros en el lecho donde vuestra alma reposa,
arrepentíos para convertiros. Incluso el bienaventurado Pablo habla así,
sirviéndose del testimonio del profeta y agrega: No se ponga el sol mientras
estéis airados, ni deis ocasión al Diablo (Ef 4:26 y ss). Esto significa que el
sol de justicia, Cristo, no se oculte de vuestros corazones, por haberlo
indignado debido al consentimiento dado a los pensamientos malvados; no suceda
que, habiéndose alejado de Cristo, el Diablo ocupe su lugar en nosotros.
Respecto de este sol, Dios nos habla mediante el profeta, diciéndonos: Para
vosotros, los que teméis mi nombre, brillará el sol de justicia con la salud en
sus rayos (Ml 4:2). Si tomamos esto al pie de la letra, significa que no
podemos permitirnos conservar la ira ni siquiera hasta el momento en que el sol
se pone. ¿Qué decir entonces? Algunos, por la aspereza y la locura que implica
este estado pasional, conservan la ira no sólo hasta el momento en que se pone
el sol, sino que la mantienen por varios días, aun callando y no expresándola
en palabras, y alimentan en su perjuicio el veneno del rencor con su propio
silencio. Ignoran que debemos abstenernos no solamente de manifestar nuestra
ira mediante nuestros actos, sino evitar que se manifieste en nuestro
pensamiento, evitando que el intelecto, oscurecido por las tinieblas del
rencor, se aparte de la luz del conocimiento y del discernimiento, y se vea
privado del Espíritu Santo.
Y por este motivo, el Señor recomienda en los
Evangelios dejar la ofrenda sobre el altar y reconciliarnos con nuestro
hermano, pues no es posible que nuestra ofrenda le sea grata si se encuentran
escondidos en nosotros la cólera y el rencor. E incluso el Apóstol, cuando nos
pide rezar incesantemente y levantar en todo lugar nuestras manos en alabanza,
sin ira ni discusiones, nos enseña justamente esto: o que no recemos nunca,
sintiéndonos culpables respecto del mandamiento apostólico, o bien que seamos
observantes en obedecer el mandamiento, debiendo hacerlo sin ira y sin
rencores, Y sin embargo, puede suceder que, después de haber entristecido o
turbado a nuestros hermanos, no demos ninguna importancia a la cosa y digamos
que no fue por culpa nuestra si éstos se han entristecido, pero el médico de
las almas, queriendo desterrar del corazón cualquier pretexto para el alma, no
solamente nos ordena dejar la ofrenda y reconciliarnos con el hermano, si nos
sucediera que nos hemos enojado con él -aun en el caso en que nuestro hermano
tuviera algún motivo de tristeza respecto a nosotros, justa o injustamente -,
aun así es nuestro deber cuidar de él, pidiéndole disculpas. Y sólo entonces
brindaremos nuestra ofrenda.
Pero, ¿por qué insistimos tanto con los preceptos
evangélicos? También de la Ley antigua nos llegan enseñanzas. Ésta, que parece
tener más condescendencia que rigor, nos dice: No odies a tu hermano en tu
corazón (Lv 19:17); y aun: Los caminos de quien guarda rencor conducen a la
muerte (Pr 12:28).
En este caso, no solamente prohíbe el pecado en los
actos, sino que censura también en los pensamientos. Es conveniente, pues, para
quien sigue las leyes divinas, luchar con todas sus fuerzas contra el espíritu de
la ira y contra el mal escondido en nosotros, y no buscar el desierto y la
soledad porque guardamos cólera contra los hombres, como si allí no hubiera
nadie que nos empujara hacia la ira, y como si en la soledad fuera más fácil
realizar la virtud de la paciencia. Esto significaría que queremos alejarnos de
los hermanos por soberbia, rehusando acusarnos a nosotros mismos, y no
queriendo atribuir a nuestro propio descuido las causas de nuestra turbación.
Lo que es importante para nuestra paz y corrección, no se logra por medio de la
paciencia de nuestro prójimo respecto de nosotros, sino por nuestra tolerancia
respecto de nuestro prójimo. Cuando, al huir de la lucha de la paciencia,
buscamos el desierto y la soledad, todas aquellas pasiones que aún no han sanado
y que llevamos con nosotros, las encontraremos luego escondidas antes que
eliminadas. El desierto y la soledad son, para aquellos que no se han liberado
de las pasiones, una forma no solamente de conservarlas, sino también de
esconderlas, no pudiendo descubrir de cuál pasión estarnos aquejados. Y lo que
es peor, nos sugieren fantasías respecto de supuestas virtudes y nos convencen
de haber alcanzado la perfección de la paciencia y de la humildad, ¡hasta que
alguien llega a sacudir nuestra cólera, sometiéndonos a prueba! Y cuando
sobreviene una ocasión cualquiera que sacuda y atormente al que se encuentra en
esta situación, de inmediato las pasiones escondidas, las que no notamos
anteriormente, como caballos desenfrenados, se lanzan, al galope, y nutridas
por la hesichía y el ocio, arrastran aún más salvaje y violentamente a su
caballero.
Las pasiones, cuando no son sometidas a prueba por
parte de los hombres, se tornan aún más salvajes en nosotros. Y así, luego de
haber descuidado el ejercicio y a causa de la soledad, perdemos incluso esa
sombra de tolerancia y de paciencia que aparentábamos tener cuando estábamos
entre nuestros hermanos. Como las bestias venenosas que habitan el desierto o
sus propias madrigueras, y manifiestan su furor cuando aferran a quien se
acerca, así los hombres pasionales, que se hallan en un estado de hesichía no
por actitud virtuosa sino a la fuerza, es decir, debido a su soledad, vomitan
su veneno cuando alcanzan a alguien que se les acerca y los provoca. Por este
motivo es necesario que aquellos que buscan la perfecta humildad, pongan buen
cuidado en no irritarse no sólo contra los hombres, sino tampoco contra las
bestias ni los objetos inanimados. Recuerdo que cuando vivía en el desierto, me
encolerizaba contra el báculo y me desahogaba contra él, ¡ya porque era grueso
o porque era delgado! Otras veces, me enfurecía contra un árbol cuando,
queriendo cortarlo, no lo lograba en seguida. O bien contra el pedernal,
cuando, al tratar de prender el fuego, la chispa no saltaba de inmediato. La
ira se encontraba en mí en un estado tal de excitación, ¡que llegaba a
desahogada contra los objetos insensibles!
Si queremos alcanzar la beatitud proclamada por el
Señor, debemos prohibirnos la ira no solamente en nuestros actos, como se ha
dicho, sino también en nuestro pensamiento. Pues no es suficiente con dominar
la lengua en un momento de cólera y controlar la salida de nuestra boca de
palabras enfurecidas, sino que deberemos purificar nuestro corazón del rencor,
evitando tener en nuestra mente malos pensamientos contra nuestro hermano. La
doctrina evangélica nos recomienda eliminar de raíz los pecados, antes que
cortar solamente sus frutos. Porque Si se elimina del corazón la raíz de la
cólera, el pecado no se convertirá en odio ni envidia. El que odia a su hermano
ha sido declarado homicida, tal como está escrito. Lo mata con el estado de
odio que lleva en su alma; los hombres no ven la sangre del hermano derramada
mediante una puñalada, pero Dios lo ve muerto en la mente y por la íntima
disposición al odio del otro; y Él atribuirá a cada uno las coronas o los
castigos, no solamente por las acciones, sino también por los pensamientos y
determinaciones, tal como lo dice por medio de su profeta: Vengo a recoger sus
obras y sus pensamientos. También el Apóstol dice: los pensamientos que
mutuamente disculpan o acusan. El día en que Dios juzgue las cosas secretas de
los hombres... (Rm 2:15 y ss).
Pero el Señor mismo nos enseña en los Evangelios cómo
apartar toda ira: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante
el tribunal (Mt 5:22). Éste es el texto de los manuscritos más rigurosos; la
palabra, "en vano" ha sido agregada luego para indicar cuál es la
voluntad de las Escrituras. El Señor nos exige que eliminemos la raíz e incluso
la chispa de la ira, sin guardar en nosotros ningún pretexto para sentirla, y
que no caigamos en la locura del furor irrazonable, aunque en un principio nos
hayamos conmovido con razón. La mejor cura para este mal es la siguiente: que
crearnos que no nos es permitido indignarnos ni por lo que es justo ni por lo
que es injusto. Puesto que el espíritu de la ira obnubila la mente, no podremos
encontrar ni la luz de discernimiento, ni la solidez de una voluntad firme, y
el gobierno de la justicia; ni siquiera será posible que nuestra alma se
convierta en el templo del Espíritu Santo, si nos domina el espíritu de la ira
que nubla nuestra mente.
Concluyendo, debemos tener siempre presente la hora
incierta de nuestra muerte, cuidándonos de caer en la ira. Y debemos saber que,
si estamos dominados por ésta y por el odio, de nada nos servirá la templanza,
el desapego de toda realidad material, los ayunos y las vigilias, sino que, por
el contrario, nos encontraremos sometidos a juicio.
La tristeza
Nuestra quinta batalla es contra el espíritu de la
tristeza que oscurece el alma y no le permite ninguna contemplación espiritual,
impidiéndole toda obra buena. Cuando nuestro espíritu malvado aferra el alma y
la obnubila, no le permite cumplir sus oraciones con buena disposición de ánimo
ni perseverar en el provecho que traen las sagradas lecturas, no permite que el
hombre sea humilde y tierno hacia sus hermanos, en pocas palabras, le genera
odio por cualquier tipo de actividad y por la promesa misma de la vida. Quiero
decir esto: la tristeza, confundiendo todas las saludables decisiones del alma,
aflojando su vigor y su constancia, la vuelve estúpida y la paraliza, sostenida
por el pensamiento de la desesperación. Por tanto, si estamos dispuestos a
combatir la batalla espiritual y, junto a Dios, vencer a los espíritus de la
malicia, deberemos custodiar nuestro corazón con toda posible vigilancia contra
el espíritu de la tristeza. Así como la polilla roe el traje, y el gusano la
madera, así la tristeza carcome el alma del hombre. Ésta induce a retirarse de
toda buena conversación y no nos permite aceptar una buena palabra de consejo,
ni siquiera de amigos sinceros, ni a su vez darles una respuesta buena o
pacífica; por el contrario, envuelve toda el alma colmándola de amargura y de
tedio.
También le sugiere rehuir de los hombres, como si
éstos fueran culpables de su turbación. No le permite reconocer que su mal lo
lleva dentro y que no le viene del exterior; se manifiesta cuando, estimulada
por las tentaciones, es llevada a la superficie. Nunca un hombre causará daño a
otro si no lleva en sí mismo las causas de las pasiones. Por este motivo, Dios,
creador de todas las cosas y médico de las almas, Él, que es el único que
conoce con precisión las heridas del alma, no nos manda abandonar nuestras
relaciones con los hombres, sino que eliminemos en nosotros mismos las causas
de la malicia y reconozcamos que la salud del alma no se practica por la
separación nuestra de los hombres, sino cuando vivimos y nos ejercitamos junto
a los virtuosos.
Cuando abandonamos a los hermanos con un pretexto
cualquiera - ¡razonable, por supuesto! - no hemos eliminado las ocasiones que
producen la tristeza, las hemos solamente cambiado por otras, porque el mal que
se ha instalado dentro de nosotros las renueva sirviéndose incluso de objetos
diversos. Por tanto, toda nuestra guerra deberá ser llevada a cabo contra
nuestras pasiones íntimas. Una vez que, con la gracia y la ayuda de Dios, las
hayamos echado de nuestro corazón podremos vivir fácilmente, no digo con los
hombres, sino también con las bestias salvajes, según lo dicho por el
bienaventurado Job: Estarán en paz contigo las bestias salvajes (Jb 5:23).
Antes que nada, deberemos luchar contra el espíritu de
la tristeza que empuja el alma a la desesperación, a fin de echarlo de nuestro
corazón. Porque es éste el espíritu que no ha permitido a Caín arrepentirse
después del asesinato de su hermano, ni a Judas después de la traición al
Señor. Practicaremos solamente esa tristeza que es necesaria para la conversión
de nuestros pecados, unida a una buena esperanza. Y de ésta el Apóstol nos
dice: La tristeza según Dios produce una conversión saludable de la que no nos
arrepentiremos (2 Co 7:10). Porque la tristeza según Dios al nutrir al alma con
la esperanza de la conversión, se halla mezclada con la alegría. Por tanto, el
hombre se torna dispuesto y obediente en cada obra buena; se torna afable,
humilde, manso, paciente, capaz de soportar toda buena fatiga y toda aflicción,
todo lo que es según Dios. Y por esto se reconocen en el hombre los frutos del
Espíritu Santo, es decir, la alegría, el amor, la paz, la paciencia, la bondad,
la fe, la continencias. De la tristeza contraria reconoceremos los frutos de un
espíritu malo que son: el tedio, la intolerancia, la cólera, el odio, la
contradicción, la desesperación, la pereza en la oración.
De una tristeza tal, deberemos huir como de la
fornicación, del amor al dinero, de la cólera y otras pasiones. Esa tristeza se
cura con la oración, la esperanza en Dios, la meditación de las divinas
palabras y viviendo con hombres píos.
La acidia
Nuestra sexta lucha es contra el espíritu de la
acidia, que está unido al espíritu de la tristeza y con él colabora, siendo
éste un terrible y pesado demonio, siempre pronto a ofrecer una batalla a los
monjes. Cae sobre el monje en la hora sexta produciéndole desasosiego y
escalofríos, causándole odios hacia el lugar donde se encuentra y contra los
hermanos que viven con él, así como respecto de su trabajo y de la lectura
misma de las divinas Escrituras. Le insinúa también el pensamiento de cambiar
de lugar y la idea de que, si no cambia y no se muda, todo será fatiga y tiempo
perdido. Además de esto, le dará hambre alrededor de la hora sexta, un hambre
tal como no le sucede después de tres días de ayuno, de un largo viaje o de una
gran fatiga. Luego hará que surjan pensamientos varios, tales como que no podrá
nunca liberarse de tal mal o de tal peso, si no sale frecuentemente visitando a
tal hermano, para obtener una ventaja, se entiende, o visitando a los enfermos.
Cuando el monje no se encuentra atado por estos
pensamientos, lo sumerge entonces en un sueño profundo, tornándose el
sentimiento aún más violento y fuerte en contra de él, y no podrá ser ahuyentado
si no es por medio de la oración, evadiendo el ocio, con la meditación de las
divinas palabras y con la resistencia a las tentaciones. Porque si este
espíritu no encuentra al monje defendido por estas armas, lo golpea con sus
flechas y lo torna inestable, lo agita, lo torna indolente y ocioso,
induciéndolo a recorrer varios monasterios, no preocupándose, no buscando otra
cosa más que lugares donde se coma y se beba bien. Porque la mente del acidioso
no piensa más que en esto o en la excitación que proviene de estas cosas. Y
llegado a este punto, el demonio lo envuelve en asuntos mundanos, y poco a poco
lo engancha mediante estas peligrosas ocupaciones, hasta que el monje rechaza
del todo su profesión monástica.
El divino Apóstol, sabiendo cuán pesado es este mal, y
queriendo, cual médico sabio, erradicarlo completamente de nuestras almas, nos
muestra sobre todo las causas que lo originaron y nos habla así: Os rogamos
hermanos, en el nombre del Señor nuestro Jesucristo, manteneros alejados de
todo hermano que no cambie por la disciplina y siguiendo la tradición que
habéis recibido de nosotros. Vosotros sabéis cómo imitarnos, puesto que no nos
hemos portado desordenadamente entre vosotros: no hemos comido gratuitamente el
pan de nadie, sino que hemos trabajado día y noche con fatiga y afán para no
ser una carga para vosotros; no porque tuviésemos potestades para no trabajar,
sino con el fin de darles un modelo a imitar. Cuando estuvimos entre ustedes
les pedimos esto: si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma. Sentimos que
algunos de entre vosotros caminan indisciplinadamente, sin hacer nada, pero
inmiscuyéndose en todo. A éstos nos dirigimos y les recomendamos en Cristo
Jesús que coman de su pan, trabajando con tranquilidad (2 Ts 3:6-12).
Sabemos con cuanta sabiduría el Apóstol nos muestra
las causas del tedio. Llama "sin disciplina" a los que no trabajan;
pone en evidencia con esta sola palabra una gran malicia, porque el que lo hace
no teme a Dios, no considera a su hermano al hablar y es presto al insulto: es
decir, no sabe estar en paz y es esclavo del tedio. El Apóstol nos ordena
mantenernos alejados de tales personas, es decir, separarnos como de un mal
contagioso. Y no según la tradición que han recibido de nosotros (2 Ts 3,6), y
con esta expresión indica cómo aquellos son soberbios, disruptores y malos
difusores de las tradiciones apostólicas. Aun dice: No hemos comido
gratuitamente pan de nadie, sino que hemos trabajado día y noche con fatiga y
afán (2Ts 3:8).
El Doctor de las gentes, el heraldo del Evangelio,
aquel que ha sido raptado hasta el tercer cielo, aquel que dice cómo el Señor
ha establecido que aquellos que anuncian el Evangelio viven del Evangelio,
trabaja de día y de noche para no ser una carga para nadie (2Ts 3:8). ¿Qué
haremos nosotros, que frente al trabajo nos mostramos tediosos y buscamos el
reposo del cuerpo? Nosotros, a quienes no nos ha sido confiado el anuncio del
Evangelio ni la preocupación de las iglesias, sino apenas el cuidado de nuestra
alma. Y el Apóstol agrega: mostrando claramente el daño causado por el ocio:
...sin hacer nada pero inmiscuyéndose el todo (2Ts 3:11). Del ocio viene la
curiosidad, de la curiosidad, la falta de disciplina y de ésta toda malicia.
Pero el Apóstol nuevamente prevé una cura para éstos y agrega: A éstos
recomendamos que coman de su pan trabajando con tranquilidad (2Ts 3:12). Y de
modo aún más impresionante, agrega: El que no quiera trabajar, que tampoco coma
(2Ts 3:10).
Los santos Padres que viven en Egipto, adiestrados por
estos preceptos apostólicos, no permiten a los cristianos permanecer ociosos en
ningún momento, sobre todo si se trata de jóvenes. Porque saben que
sometiéndose al trabajo alejan el tedio, obtienen su propia comida y ayudan a
los necesitados.
Éstos no trabajan sólo para obtener su propia comida,
sino para proveer a los extranjeros, a los pobres y a los presos con su propio
trabajo; a causa de su propia fe, las buenas obras que hacen se convierten en un
sacrificio santo, grato a Dios.
También dicen esto los Padres: "El que trabaja,
no tiene a menudo más que un solo demonio a quien combatir y por el cual está
oprimido, mientras que el ocioso está atormentado por miríadas de malos
espíritus.
Pero es bueno agregar también una palabra del padre
Moisés, hombre de probadísima virtud entre los Padres. Me refiero a una palabra
que recibí de él. En un breve período transcurrido por mí en el desierto, fui
atormentado por el tedio, por lo que acudí a su consejo contándole lo que me
había ocurrido.
Habiéndome el tedio reducido a los extremos, logré
superarlo acudiendo a san Pablo. El padre Moisés me contestó así: "Ten
coraje. No te has liberado, sino que te le has entregado totalmente como
esclavo. Debes saber que, puesto que has desertado, te hará una guerra aún más
grave, si de ahora en adelante no te dedicas a combatirlo con celo por medio de
la paciencia, de la oración y del trabajo manual."
La vanagloria
Nuestra séptima lucha es contra el espíritu de la
vanagloria. Ésta es una pasión multiforme, muy sutil, y no la reconoce ni
siquiera aquel que por ella ha sido tentado. En efecto, los asaltos de las
otras pasiones son mucho más manifiestos, por lo que la lucha contra ellos es
más fácil pues el alma reconoce al adversario y lo rechaza enseguida mediante
la resistencia y la oración. Pero la malicia de la vanagloria, justamente por
ser multiforme es difícil de ser distinguida. En cualquier ocupación, usando la
voz y la palabra o aun callando, en el trabajo o en la vigilia, en los ayunos o
en la oración, en la lectura, en la hesichía, en la paciencia; en todo esto
trata de abatir con sus flechas al soldado de Cristo. A quien la vanagloria no
logra seducir con el lujo de los vestidos, trata de tentarlo por medio de una
prenda vil. Y al que no puede agrandar con honores, lo induce a la tontería,
haciéndole soportar cualquier cosa que parezca un deshonor. Al que no puede ser
persuadido a vanagloriarse con la sabiduría de los discursos, lo atrapa con el lazo
de la hesichía, como si se hubiera dedicado al recogimiento. Al que no puede
convencer con la suntuosidad de los alimentos, lo debilita con el ayuno para
que obtenga alabanzas.
En una palabra, cualquier trabajo, cualquier ocupación
brinda a este pésimo demonio una ocasión para promover batalla. ¡Y además de
esto, sugiere también fantasías de ordenaciones clericales! Recuerdo a un
cierto anciano, cuando vivía en Escete, quien al dirigirse a visitar a un
hermano en su celda, acercándose a su puerta, sintió que éste estaba hablando.
El anciano, pensando que estaba meditando las Sagradas Escrituras, se detuvo a
escuchar. Y oyó que aquel, tornándose insensato por la vanagloria, ¡se
imaginaba haber sido ordenado diácono, y que estaba despidiendo a los catecúmenos!
Oyendo esto, el anciano empujó la puerta y entró. El hermano se adelantó y se
arrodilló según la usanza, tratando de saber si el anciano había estado un buen
tiempo detrás de la puerta. Pero el anciano le contestó sonriendo: Llegué
cuanto tú estabas despidiendo a los catecúmenos." Ante estas palabras, el
hermano cayó a los pies del anciano, suplicándole que rogara por él, a fin de
ser liberado de este engaño.
He recordado este hecho para demostrar a qué grado de
insensatez este demonio conduce al hombre. El que quiera combatirlo con
perfección, y llevar firmemente la corona de la justicia, usará de todo su celo
para vencer a este demonio polimorfo. Y que tenga siempre bien presente lo
dicho por David: El Señor ha dispersado los huesos de aquellos que gustan a los
hombres (Sal 52:5). Y que no haga nada mirando a su alrededor, con el fin de
obtener las alabanzas de los hombres. Que busque solamente la merced que viene
de Dios; que siempre rechace aquellos pensamientos de autoelogio que provienen
de su corazón, que se anule frente a Dios, y podrá así, con su ayuda, liberarse
del espíritu de la vanagloria.
La soberbia
La octava lucha es contra el espíritu de la soberbia.
Es un espíritu terrible el más salvaje de todos los precedentes. Combate sobre
todo a los perfectos, y trata de derrocar, sobre todo, a aquello, que han
alcanzado el ápice de la virtud. Como un morbo contagioso y pernicioso, no
destruye solamente una parte del cuerpo, sino el cuerpo entero; así, la
soberbia no destruye solamente una parte del alma sino el alma entera. Cada una
de las otras pasiones, aun turbando el alma, combate a la sola virtud que se le
opone, y solamente ésta se esfuerza en vencerla. Por tal motivo, oscurece
solamente en parte al alma y la turba. Pero la pasión de la soberbia oscurece
el alma toda y la arrastra a una caída extrema.
Para entender mejor cuanto se ha dicho, observemos lo
siguiente: la gula se esfuerza por corromper la continencia; la fornicación
tiende a corromper la templanza; el amor por el dinero está en contra de la
pobreza; la cólera, contra la humildad; así, cada uno de los distintos vicios
trata de corromper la virtud opuesta. Pero el vicio de la soberbia, cuando
domina al alma mísera, como un tirano feroz que ha ocupado una grande y excelsa
ciudad, la abate completamente desde sus cimientos.
Testimonio de todo esto es aquel mismo ángel que cayó
del cielo por causa de su soberbia: creado por Dios y adornado de toda virtud y
sabiduría, no quiso atribuir todos sus dones a la gracia del Soberano, sino a
su propia naturaleza. Y hasta llegó a concebir la idea de ser igual a Dios. Y
el Profeta, confrontando este pensamiento, le dijo: Has dicho en tu corazón: Me
sentaré sobre la excelsa montaña, pondré mi trono entre las nubes y seré
parecido al Altísimo. ¡Pero eres hombre y no Dios! E incluso otro profeta dijo:
"¿De qué te alabas en tu malicia, oh poderoso? (Sal 51:1), y continúa el
salmo. Conociendo esto, temamos y pongamos toda vigilancia en custodiar nuestro
corazón del letal espíritu de la soberbia, recordándonos siempre a nosotros
mismos, cuando ejercemos alguna virtud, lo dicho por el Apóstol: No yo, sino la
gracia de Dios que está conmigo (1 Col 15:10); y lo que dice el Señor: Sin mí
no podréis hacer nada (Jn 15:5), y cuanto ha sido dicho por el Profeta: Si el
Señor no constituye la casa, vano es el trabajo de los constructores (Sal
126:1); y aun esta palabra: No de quien quiere ni de quien corre, sino de Dios
que hace misericordia (Rm 9:16). Puesto que si alguno fuera ardiente en su
celo, solícito en su determinación, aun así, revestido de carne y sangre como
lo es, no podrá alcanzar la perfección si no es por la misericordia de Cristo y
de su gracia. Dice Santiago: Todo regalo bueno... viene de lo alto (St 1:17). Y
el apóstol Pablo: ¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido,
¿por qué te alabas como si no lo hubieras recibido? (1Col 4:7), exaltándote
como por cosas de tu pertenencia.
De que la salvación nos provenga de la gracia y de la
misericordia de Dios, es veraz testimonio aquel ladrón, que adquirió el Reino
de los Cielos no ciertamente como recompensa por sus virtudes, sino por la
gracia y la misericordia de Dios.
Nuestros Padres, que bien conocen todo esto, nos han
trasmitido con unívoca sentencia que no se puede alcanzar de otro modo la
perfección de la virtud si no es mediante la humildad, y ésta es habitualmente
generada por la fe, por el temor de Dios y la perfecta pobreza: cosas gracias a
las cuales se origina el amor perfecto. Por la gracia y por el amor de nuestro
Señor Jesucristo a los hombre, a Él la gloria de los siglos. Amén."
La Filocalia, Casiano el Romano